Una tragedia de polvo y lágrimas

Quince albañiles perdieron la vida en una de las mayores catástrofes en la Almería del siglo XX

Los almerienses se volcaron en la labor de rescate de los muertos y heridos.
Los almerienses se volcaron en la labor de rescate de los muertos y heridos.
Manuel León
07:00 • 08 dic. 2019

Joaquín El Cairo había jugado  en el Hispania y en esa Almería que empezaba a ser vertical, descubrió que se podía ganar la vida como yesaire. Lo que nunca llegó a imaginar Joaquín es que también podía perderla: fue el último de los quince cadáveres que sacaron bajo una apoteosis de polvo y escombros el 15 de septiembre de 1970, bajo el esqueleto derrumbado -como los muros de Jericó al toque de las trompetas israelitas- del tristemente célebre edificio Azorín. 



Fue Joaquín uno de esos quince albañiles malogrados a los que Ángel Berenguel dedicó su lacerante poema a la Ciudad Aplastada en su breviario Calamarga. Junto al exfutbolista perecieron también en ese fatídico día, en las obras de enlucido de ese descomunal bloque de diez plantas destinado a la naciente clase media almeriense, Manuel Márquez Requena, Antonio Zapata Sola, Enrique Martínez Baeza, Juan Fernández, Nicolás Fuentes González, Antonio Tortosa Muñoz, José Murcia Hernández, Ginés Rodríguez Gibaja, José Fajardo Moreno, Andrés Santiago, Francisco Moreno Ventura, Diego Fajardo Moreno, José Antolínez Martínez y José González Pascual. 






Un error de cálculo en la carga, unos pilares de menos, un cemento de garrafón, se barajaron como causas del derrumbe del edificio de la calle Hermanos Pinzón que sonó en toda la ciudad como el eco de un terremoto medieval. Hubo prisión para el arquitecto y condena para el fabricante del cemento, pero hubo sobre todo vidas que dejaron de serlo, que se quedaron varadas al filo del mediodía de ese martes aún veraniego de septiembre, entre una montaña de cascotes, de hierros, de sangre y vértebras heridas, dejando viudas y huérfanos de triste mirada, que ya nunca se recuperaron tras ese estruendo, al que siguió el sonido agudo de sirenas de policía y ambulancias subiendo a machamartillo por la Carretera de Ronda.



Eran poco más de las dos del mediodía de ese día cuando ocurrió todo en un segundo. El Edificio Azorín, promovido por la constructora Conservas Morato, ya había cubierto aguas e iban a salir 72 viviendas para esos nuevos almerienses que las irían pagando a plazos, que la amueblarían con la ilusión de los recién casados, que llenarían el patinillo de niños hijos del baby boom. Ya estaba la mayor parte de la fábrica de la obra hecha y esas paredes, aún desnudas, habían sido tomadas esos días por una cuadrilla de albañiles, alicatadores, ensoladores, fontaneros y cristaleros, que iban dándole carácter a ese edificio situado frente a lo que ahora es el Museo Arqueológico. 



Era ese momento del día en el que lo obreros dan de mano para abrir la fiambrera  o andar hasta la casa para comer en el calor del hogar. Fueron esos, los que se quedaron allí para no perder tiempo en idas y venidas, los que sufrieron las consecuencias. Fue en ese momento funesto en el que la briega hace una tregua, cuando el edificio se escurrió hacia el centro, hacia el claustro  materno, quedando reducido a cenizas. Los propietarios del vecino Bar Santa Fe, en el Polígono Azcona,  Juan Antonio Pérez y Lola Cantalejo, junto a los clientes del momento, fueron los primeros en dar la voz de alarma del derrumbamiento del rascacielos.



Raudos empezaron a llegar los bomberos, la policía, las primeras autoridades y fotógrafos como José Mullor Escamilla y su hijo José Juan Mullor. Las labores de rescate fueron tortuosas, inquietantes, laberínticas, bajo aquellas montañas de escombros con sangre humana escapándose a borbotones, con camillas improvisadas que iban recogiendo cadáveres, heridos graves y pies amputados, calientes aún, calzados con alpargatas de trabajo. La guardia civil con tricornio trataba de contener a las familias de los afectados. Se mascaba la tragedia encima de esos peñascos anárquicamente esturreados, desde donde se divisaba la cercana factoría de Artés de Arcos y el comercio de colchones Flex junto a la Plaza de Barcelona. Se desplazaron militares del Campamento de Viator para colaborar en el salvamento de los heridos, Sevillana acopló un grupo  de focos, en unas labores de desescombro, con Almería entera en vilo, que se prolongaron durante 48 horas.



El doctor Raimundo Castromayor protagonizó una insólita intervención quirúrgica entrando mediante una pequeña galería hasta los sótanos del edificio, amputando una pierna y liberando  a uno de los albañiles que había quedado atrapado por una viga .


Después ocurrió lo que solía y suele ocurrir en estos casos: hasta Almería se desplazó un ministro –el de Trabajo, Licinio de la Fuente- y llegaron telegramas de pésame de todas partes de España, incluido el del entonces príncipe Juan Carlos. Los funerales se celebraron en la Catedral, presididos por el obispo Manuel Casares, con la Plaza llena de coches fúnebres, con la ciudad entera a ambos lados del Paseo para ver desfilar la caravana mortuoria, a los compañeros de los muertos con enormes coronas de las flores y a mujeres enlutadas con pañuelos secándose las lágrimas. A la semana se celebró también una Misa en la Patrona la que asistieron 15.000 almerienses que abarrotaron toda la Plaza de la Virgen del Mar.


La Audiencia condenó al arquitecto, Fernando Cassinello, a la pena de cuatro años de prisión por imprudencia temeraria  y el Supremo condenó también en 1976 al director de la fábrica Cementos Alba de Lorca, Juan José Alonso, a un año de prisión y a diversas indemnizaciones por la adulteración del cemento suministrado. 


Para esas fechas, las familias de los 15 muertos no habían cobrado aún las indemnizaciones estipuladas.



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