El estanque y los guardas de la Catedral

En los 70 la Plaza fue remodelada con un islote central con jardines y dos estanques

Remodelación de la Plaza de la Catedral a comienzos de los años setenta.
Remodelación de la Plaza de la Catedral a comienzos de los años setenta. La Voz
Eduardo Pino
07:00 • 24 sept. 2018

Nos cambiaron la Plaza de la Catedral por otra completamente distinta. Después del rodaje de Patton, en 1969, la vieja plaza perdió todo su romanticismo de lugar de encuentro. Desaparecieron los árboles y sus sombras y se llevaron al aeropuerto la antigua fuente de mármol blanco que desde 1916 había decorado aquel escenario.




Para compensar la injustificable ausencia de la histórica fuente el nuevo proyecto se sacó de la manga dos estanques rectangulares en los extremos de un islote que se montó en el centro de la plaza, donde además de los estanques se construyeron dos zonas de jardines y un espacio para bancos de piedra. Las albercas fueron la alegría para los niños del barrio, que jugaban a atravesarlas de una punta a otra jugándose el tipo por sus estrechos bordillos. Cuando perdían el equilibrio caían al agua con el consiguiente regocijo por parte de los que presenciaban el espectáculo. En los primeros años el agua corría con fluidez por los estanques, pero como suele ocurrir en esta ciudad, con el paso del tiempo vino el abandono y cuando empezó a flaquear el mantenimiento el agua se quedó estancada durante meses con un poso de fango y hojas podridas.




Con la remodelación de la plaza se levantó también un seto corrido a lo largo de la fachada principal del monumento para separarlo de la carretera. Allí plantaron hermosos rosales que sobrevivieron el tiempo que tardamos los niños en convertir aquel lugar en un campo de fútbol.  Hubo un intento por parte del Ayuntamiento de mantener el orden en la plaza y para acometer tan difícil empresa reforzó la plantilla de guardas jardines y los vistió con un uniforme oficial, creyendo que así los llenaba de la autoridad necesaria para enfrentarse a los niños.




Pero el hábito no fue suficiente. Aquellos guardianes de las fuentes y de las rosas nunca llegaron a tener la autoridad de un policía ni tampoco los conocimientos de un jardinero. Eran una mezcla entre guardias, jardineros y músicos, obligados a perseguir sin más arma que una triste porra a los gamberros que profanaban los jardines de la ciudad. Eran unos funcionarios sacados de contexto: había uno, que era un buen músico de vocación y de oficio, que completaba su sueldo vigilando los jardines, y otro que echaba horas extras llevando el bombo, los platillos y las partituras de la Banda Municipal.




Apenas tenían medios, no manejaban armas, ni tampoco conducían coches ni ciclomotores, iban siempre a pie, intentando que se cumpliera la ley en las plazas y parques de Almería. Aunque a veces hacían su cometido con ardor y sin contemplaciones, no tenían ese toque de mala leche de los municipales de entonces. Cuando los niños veíamos a un municipal con la moto echábamos a correr aunque fuéramos inocentes, porque podían pagar justos por pecadores. Sin embargo, cuando aparecían los vigilantes de los jardines infringíamos todas las normas para provocarlos. Unos y otros, municipales y guarda jardines, tenían un punto en común, su obsesión por los balones. Parece que olían cuando los niños organizábamos un partido de fútbol  y aprovechaban el menor descuido para llegar sigilosos y quitarnos la pelota.




Los guardas jardines frecuentaban también el Parque y la zona portuaria, ahuyentaban a las parejas que iban a pegarse el lote, y cuidaban el buen estado de los columpios que a finales de los años sesenta pusieron cerca de la fuente de los Peces, en un recinto que el Ayuntamiento, en un alarde de imaginación, bautizó como Parque Infantil. Velaban porque no se subieran en los columpios los mayores de edad y porque no se tiraran papeles al suelo, que como ellos siempre decían: “Para algo se han puesto las papeleras”.




Aquellos vigilantes sin convicción se ganaban el sueldo con creces, lidiando con los más golfos de cada barrio. Cuántas veces se vieron impotentes ante una pandilla de malvados que no solo les hacían frente sin ningún miedo, sino que se atrevían a faltarle el respeto, insultándolos o cantándoles alguna canción peyorativa.




Aquellos guardias  sin maldad, a fuerza de ser siempre los mismos, eran para nosotros como unos vecinos más del barrio que se pasaban los días amenazando con llevarse la pelota y ponernos una multa en el cuartelillo. Se hicieron tan familiares que tenían hasta sus propios motes. A los guardas jardines de la Transición habría que hacerles un monumento por lo mucho que tuvieron que soportar tratando de imponer su ley de andar por casa.


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