Cómo nacieron y sobrevivieron las bravas más míticas de Almería
Los orígenes del Bar Bonillo se remontan a 1985, hace hoy 40 años

Rubén Requena, junto a su tío y hermano de Joaquín, Antonio Requena.
Las bravas más cotizadas de toda la provincia de Almería se encuentran desde hace cuatro décadas en un pequeño local de la calle Granada. Donde antes funcionaba una imprenta, Gregorio Jiménez Bonillo, veterano de la hostelería británica y almeriense, decidió colgar un cartel en el que aún hoy reza ‘Bar Bonillo’; un nombre que escogió simple y llanamente porque su madre se apellidaba así.
Y es que si algo tenía Gregorio, además de mucho sentido del humor, era respeto por sus raíces y un gran conocimiento del mundo que lo rodeaba, ganado a base de sudor y esfuerzo como miembro de la tripulación del Juan Sebastián el Cano, un buque que recorrió medio mundo surcando los mares.
Las bravas
Como niño de posguerra que fue, tuvo que dejar su infancia atrás para contribuir a la economía familiar. De empleo en empleo, Gregorio consiguió ser tan versátil como una navaja suiza. Se trajo de Inglaterra la disciplina, de los bares de Almería la picardía, y de Madrid el arte de la patata brava. A los 30, decidió abrir su propio local. No fue casualidad. En aquellos años, cuando los turistas empezaban a descubrir la costa, un grupo de madrileños le explicó lo que era una ración de patatas bravas, una tapa que hacía salivar a todos los capitalinos. Gregorio, un hombre con gran olfato, instauró la fórmula para acertar de pleno.
Al poco, el Bonillo se convirtió en la Meca del pimentón, la patata, el tomate y la cayena molida. Entre taburetes de madera y azulejos rojizos, no cabía un alfiler. Hubo que improvisar una barra fuera, y aun así, la clientela se arremolinaba con la paciencia de quien sabe que lo que espera vale la pena.
Pescadores que volvían de alta mar tras semanas sin pisar tierra firme, chavales de Pescadería que aprendieron a llevar bandejas antes que a afeitarse, turistas de toda calaña y hasta algún ministro despistado de los tiempos de Rajoy se dejaron caer por el Bonillo. Porque si algo tenía este bar, además de las mejores bravas de Almería, era alma.
Cuando Gregorio se jubiló, no dejó el Bonillo en manos de cualquiera. Se lo confió a su cocinero de confianza, Joaquín Requena Hernández, que lleva más de medio siglo tras sus fogones. El almeriense, que entró con 17 años y hoy se pasea con la sabiduría de sus 68, mantuvo el legado con la misma devoción que su predecesor: “Para mi el Bonillo lo es todo”, confiesa Requena.
Su hijo Rubén tomó las riendas cuando su padre empezó a ceder a la edad. Aunque hoy es el joven el que lleva las riendas, su padre sigue apareciendo por el bar cada día, porque un hombre que ha pasado más de media vida entre clientes y fuego nunca se retira del todo: “Mi hijo es el que manda, pero yo sigo presente por aquí”, confiesa con una sonrisa pícara.
Lleno de anécdotas
El Bonillo no solo es famoso por su cocina, sino también por las historias que se cuentan entre cañas y tapas. Todavía hoy sus platos se sirven recién hechos y con ingredientes de kilómetro cero, una norma que se implantó en la época de Gregorio. El almeriense cruzaba la plaza cada mañana a primera hora para comprar casi 50 kilos de patatas frescas, una liturgia que repetía con la precisión de un reloj suizo.
Pero si algo recuerdan con cariño sus clientes de toda la vida era el humor afilado y ocurrente de su fundador. “Pasen al fondo, a la terraza”, decía con una sonrisa socarrona, sabiendo que el que obedeciera acabaría en el cuarto de baño. “También sacaba de repente un lagarto falso. Lo ponía sobre la barra y los clientes se asustaban mucho”, rememora entre risas su fiel amigo Joaquín.
El Bonillo ha recibido clientes de todos los rincones del mundo. Ingleses, alemanes, barceloneses, belgas, estadounidenses y hasta mexicanos han probado sus famosas bravas y han aplaudido su receta. El boca a boca ha sido su mejor publicidad. En una ocasión, una mujer de Pescadería llegó a comerse quince de patatas bravas y cuatro o cinco tapas más. “No nos lo podíamos creer, comió una barbaridad”, confiesa el cocinero.
Hoy en día, en tiempos donde los bares nacen y mueren con la rapidez de un vendaval, el Bonillo resiste. Su menú sigue intacto: bravas legendarias, pinchos que vuelan de los platos y tocinetas que se deshacen en la boca. Y es que en este rincón de Almería, más que un bar, lo que se ha construido es un refugio. Un rincón donde la historia se cuenta en platos, en risas y en anécdotas que, como las mejores tapas, dejan siempre un buen regusto y ganas de volver.