La playa ‘territorio comanche’
En San Miguel y Las Conchas las olas llegaban a veces hasta los pies de los apartamentos

La zona playera de San Miguel antes de que se construyera el Paseo Marítimo, con el mar pegado a los edificios
Antes de que el Paseo Marítimo se hiciera realidad la vida de las playas desde San Miguel al Zapillo era mucho más dura al estar más expuestas a los temporales que no solo inundaban la zona de arena con frecuencia, sino que además provocaban que las olas llevaran el mar hasta los mismos pies de los edificios de los apartamentos, que con permiso de la autoridad se habían construido junto a la arena.
Había zonas como la que se correspondía con la calle Joaquín Vázquez, donde tenías la impresión de que desembocabas directamente en el mar. Aquel paraje formaba parte de la playa, de la que estaba separada por una empinada escalera. Bajabas los peldaños de mármol y te encontrabas inmediatamente con la arena, con los bañistas y a escasa distancia, solo unos metros, con la orilla del mar. Estaba tan pegada al agua que en los días de fuerte temporal, cuando el viento de poniente soplaba con violencia, las olas se estrellaban contra los escalones y la playa desaparecía como si la hubieran borrado del mapa.
Cuando volvía la calma aquella orilla se quedaba arruinada, llena de algas, de trozos de madera, de cañas y de todos los restos que había dejado el temporal. Si el vendaval llegaba en verano sus inquilinos habituales tenían que cambiar de playa durante unos días, el tiempo que tardaban los servicios de limpieza municipales en retirar todos los desperdicios.
En ese amplio escenario que era la playa de levante, que llegaba desde San Miguel hasta la Térmica, ese trozo playero de la calle de Joaquín Vázquez era el más peculiar y uno de los más concurridos, no solo por los que iban a bañarse, sino también por los que iban a mirar.
El balcón que se formaba al final de la calle, frente a la escaleras que bajaban a la playa, era un auténtico mirador que contaba con la ventaja de estar tan protegido por los bloques de edificios que acababan de levantar que siempre tenía un trozo de sombra disponible donde nunca se notaba el calor por la corriente de aire que se generaba en ese callejón marinero.
El mirador solía estar tan concurrido como la misma playa y en él se mezclaban los que miraban con los bañistas que subían a fumarse un cigarro a la sombra o a comprarse un bocadillo y un refresco en alguna de las tiendas cercanas. En aquel tiempo, a comienzos de los años setenta, a la playa se iba de verdad, a pasar horas y horas, sin temor a quemarse ni a coger una insolación, por lo que si no te llevabas la comida había que ir a buscarla.
En los años setenta, toda esa franja de litoral que llegaba hasta el palmeral del Zapillo gozaba de un prestigio que no tenía la popular playa de las Almadrabillas. Se había convertido en la zona de expansión y su playa en un punto de reunión de la juventud estudiantil de la época y en el lugar preferido de los pocos turistas que nos visitaban en los meses de julio y agosto.
Cuando llegaban los meses cálidos los apartamentos, recién estrenados, colgaban el cartel de no hay billetes. Fueron muchas las familias almerienses que invirtieron sus ahorros en un piso turístico en el Zapillo y cuando llegaba el mes de julio, cuando los niños habían terminado las clases, dejaban el centro de la ciudad para convertirse en veraneantes, aunque estuvieran a un cuarto de hora de su residencia habitual.
A esta legión de turistas autóctonos había que unir la lista de veraneantes de fuera, los que llegaban mayoritariamente de las provincias interiores de Andalucía, sobre todo de Granada y de Jaén. Venían blancos como el papel y se iban tostados, como si le hubieran cambiado la piel, y en cierto modo ocurría de verdad esa mutación, ya que la piel se le iba cayendo a tiras por los efectos del sol, del que nunca se cansaban.
Entre los que llegaban de Almería y los que aterrizaban de fuera, las playas de San Miguel, las Conchas, los Tritones y el Zapillo se transformaban durante dos meses en nuestra Ipanema particular, un escenario propicio para que los ‘piratas’ de secano, los amigos de lo ajeno, hicieran su agosto (nunca mejor dicho) en aquellos complicados primeros años de la Transición, cuando esa franja playera se convertía en un auténtico territorio comanche.
Entonces era habitual entre los jóvenes que venían del centro llevarse a la playa la Vespino o la Mobylette, que eran las motos que estaban de moda entre los adolescentes y dejarla aparcada lo más cerca posible para tenerla vigilada. Pero en muchas ocasiones la astucia de los ladrones superaba cualquier obstáculo y eran frecuentes los robos de motocicletas a plena luz del sol. Se fue creando un grupo de especialistas en robos de playa, auténticos maestros en el arte de mangar, que no solo te quitaban la moto aunque tuviera dos candados, sino que además se entretenían en dejar ‘pelados’ a los bañistas, sobre too a aquellos que venían de fuera, a los veraneantes que vivían ajenos a esta realidad.
Los objetivos más buscados eran los bolsos de las mujeres para llevarse los relojes, los monederos y hasta las latas de Nivea. La ‘pasma’, como le decíamos en aquel tiempo a los policías, aumentaba la vigilancia en la zona y se dejaba ver para intimidar, pero los intrépidos ‘chorizos’ eran tipos con paciencia y sabían esperar su momento para arramblar con todo lo que encontraban por delante.