La Voz de Almeria

Tal como éramos

Solo Dios por encima de Franco

En las aulas de los colegios y del instituto el cuadro del Caudillo siempre se colocaba debajo del crucifijo

En el salón de actos del instituto de la calle Javier Sanz el retrato de Franco sobrevivió hasta el año 1977. Era un Franco joven que se codeaba con el crucifijo que presidía la habitación.

En el salón de actos del instituto de la calle Javier Sanz el retrato de Franco sobrevivió hasta el año 1977. Era un Franco joven que se codeaba con el crucifijo que presidía la habitación.

Eduardo de Vicente
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Franco se hizo eterno como Jesucristo. Cuarenta años aguantando en el poder, casi medio siglo dirigiendo la vida de un país desde la tierra y también desde el cielo, porque su omnipresente figura se mezclaba constantemente con la divinidad y su presencia dejaba huella hasta en los actos religiosos.

En ese escalafón que los niños de antes construíamos en nuestra imaginación, teníamos colocado al Caudillo un peldaño por debajo del Señor, tal y como aparecía en la pared principal de las aulas de los colegios y de los institutos: primero el crucifijo, reinando en lo más alto, y un palmo más abajo el retrato de Franco de cuando tenía cuarenta años, destilando una juventud insultante, la juventud de la eternidad.

Cuando allá por 1976 los aspirantes a adolescentes íbamos los viernes al instituto de la calle Javier Sanz a ver una de las películas que de vez en cuando proyectaban para los estudiantes, nos encontrábamos con aquel cuadro del Caudillo, que ya empezaba a inclinarse hacia un lado por el peso de los años. Franco había muerto, pero su retrato seguía mostrando a aquel militar con cara de guerra que se negaba a envejecer.

El salón de actos del instituto era un lugar que impresionaba porque permanecía intacto, como el primer día que abrió sus puertas. Dentro olía a viejo, a la humedad del tiempo detenido mezclada con el perfume de las bolas de alcanfor de los armarios. Una vieja mesa de madera rectangular, alzada sobre una tarima, presidía la sala, que estaba separada del patio de butacas por una barandilla de madera.

Entrar en el salón de actos era como volver varias décadas atrás, sobre todo cuando mirabas al frente y veías en la pared el crucifijo y debajo el retrato de Franco con la misma pelliza con la que había ganado la guerra. Si Dios mandaba en todos nosotros desde el cielo, el Caudillo lo hacía con los pies en la tierra, con la misma omnipresencia que el Todopoderoso, incluso después de muerto.

El viejo retrato del dictador formaba parte de la vida cotididana y los niños lo miraban como si estuvieran viendo el mapa mundi o la bola terráquea que formaban parte de la decoración de todos los colegios. Crecimos con Franco muy presente: si íbamos a la escuela nos encontrábamos con Franco; si íbamos al cine lo veíamos inaugurando pantanos o presidiendo un partido de fútbol o una corrida de toros. Hasta en las monedas y en los sellos aparecía la cara del dictador.

Esa exaltación constante de la figura del Caudillo fue atenuándose con los años. Si los niños de los años cincuenta se encontraban a Franco hasta en la sopa, los que vinimos después, vivimos más relajados ante la figura de un personaje que nos parecía tan lejano como las historias de la guerra que nos contaban nuestros padres.

Conocimos a dos Francos: el que nos contaban las lecciones de los libros como salvador de España y el que veíamos en el cine pescando, y el Franco de las historias calladas de las familias. En mi casa, cuando se hablaba de él, se hacía siempre a media voz, para que la conversación no saliera de la cocina. Para los niños de 1970, o al menos para muchos de nosotros, el Caudillo no tenía nada de héroe. Su nombre nos sonaba a guerra y lo asociábamos siempre al hambre que pasaron nuestros padres; a las lágrimas con luto riguroso de nuestras abuelas; a los relatos del estraperlo y del hombre del saco; a la mesa de camilla con brasero donde se juntaba la familia por las noches mientras sonaba la sintonía de Radio Nacional de España; al rincón oscuro del arresto municipal donde encerraban a los borrachos que deambulaban por las calles sin oficio ni beneficio; al cuarto de los ratones donde llevaban a los niños que desobedecían al profesor; a la música militar que todos los domingos sonaba por los altavoces del estadio de la Falange antes de los partidos del Almería.

Franco era para nosotros aquel retrato que presidía la pared principal del instituto casi a la misma altura del crucifijo y del venerado cuadro de la Virgen María al que todos los años, cuando llegaba el mes de mayo, le llevábamos flores y le cantábamos con devoción.

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