El Once de Septiembre y la Navidad
En vísperas de Reyes hubo años que cerraron a las cinco de la madrugada para atender la demanda de roscones

Don Paco, uno de los dueños de la confitería de la calle Castelar, junto a sus sobrinas Elvira y Carmen y una empleada. 1968.
La Navidad era entonces un sentimiento y un estado de ánimo más que un negocio. La Navidad llegaba a su tiempo, cuando en el calendario caía la hoja de noviembre y los tenderos empezaban a adornar los escaparates. Había una Navidad espiritual, que llegaba después del día de la Purísima, cuando en el escaparate de la tienda de Alfonso aparecían las figuras del Belén y en la calle Obispo Orberá empezaban a instalarse las zambombas. La Navidad oficial tenía su punto de partida el día en el que daban las vacaciones a los estudiantes, empezaban a sonar los primeros villancicos en el Paseo y en las vidrieras de las confiterías se mostraban los mejores dulces para las fiestas que solían venir de Estepa y de Antequera.
En el ‘Once de septiembre’ las hermanas Collado preparaban la Navidad varios meses antes, dándole vueltas a ver cómo montaban los escaparates y qué novedades le iban a ofrecer a su distinguida clientela. Nunca repetían, les gustaba la sorpresa, que el público comentara lo que se habían inventado las señoritas. Tenían un grupo de figuras de barro, de aquellas que eran auténticas obras de arte, que iban colocando con un gusto exquisito entre los polvorones y las peladillas, entre los mazapanes y los bollos de higo, entre las cajas de bombones y la fruta escarchada.
En los años sesenta se pusieron de moda las cajas de bombones como regalo de Navidad. Venían en cajas de madera y en latas tan elegantemente decoradas que era más valiosa la envoltura que el chocolate que llevaban dentro. En las fechas más señaladas, cuando llegaba el día de Nochebuena y el de Nochevieja, era tanto el trajín de la confitería que no hubo ningún año en el que la familia Collado pudiera cenar antes de las diez de la noche. Entonces eran pocos los que tenían frigorífico y los pasteles y las tartas se compraban el mismo día, recién hechos, por lo que las colas para los pasteles eran inevitables.
Las hermanas Collado disfrutaban doblemente la Navidad, viendo disfrutar a sus clientes y saboreando el éxito del negocio. En la Noche de Reyes parecían dos niñas, luciendo sus coronas de magos mientras despachaban los roscones, siempre con una sonrisa en los labios ligeramente pintados de carmín. Hubo años en los que tuvieron que cerrar después de las cinco de la madrugada ante la interminable demanda de sus clientes.
En aquellos días de intenso trabajo tenían que reforzar el equipo de dependientes con alguna empleada que venía de fuera y con la imprescindible presencia de don Paco, el tío de las señoritas, era el guardián del establecimiento, el que velaba porque todo transcurriera dentro del guión. Don Paco era el que movía los hilos de la confitería detrás de las cortinas, el cerebro que no descansaba, el que se encargaba de solucionar los problemas, el contrapunto masculino a una confitería donde reinaban las mujeres. Llevaba en la cabeza los encargos que había que llevar a la casa de los clientes, con tanta exactitud que no le hacía falta mirar la nota para saber las entregas que aún faltaban por realizarse. Con su traje de chaqueta y su corbata impecable, recibía a los parroquianos con los brazos abiertos, como si fueran de la familia, y siempre tenía a mano un gesto amable con los niños, aunque solo fuera el pequeño detalle de un caramelo de nata.
Don Paco era un ejemplo de honradez, de esa honradez antigua que se transmitía como una valiosa herencia en las viejas familias de comerciantes. Su palabra era suficiente para sellar un trato y su presencia era una garantía de la calidad que certificaba los productos de una de las pastelerías más prestigiosas de la ciudad.
Don Paco fue pastelero desde que nació, en el invierno de 1899, en la trastienda de la confitería, y no dejó de serlo hasta que falleció en 1974 con la tranquilidad de que el negocio que tanto le costó sacar adelante a sus padres se quedaba en las manos de sus sobrinas; ellas estuvieron al frente hasta que en 1995 tuvieron que retirarse por la edad después de toda una vida detrás del viejo mostrador.