La vuelta a los ‘tinglaos’ del puerto
Uno de los antiguos cobertizos está siendo montado para que sea un lugar de ocio

Los ‘tinglaos’ del puerto cuando el lugar era el sitio de recreo de los almerienses que salían los domingos a pasear.
Los ‘tinglaos’ eran la sombra salvadora donde se almacenaban los barriles de uva y el refugio perfecto para los niños que debajo del cobertizo organizaban sus partidos de fútbol en los meses de verano. Debajo de los ‘tinglaos’ se generaba un microclima gracias a la sombra que proyectaban y a la brisa del mar que sobre todo en los días en los que soplaba el viento de poniente bajaba la temperatura varios grados.
Cuando nos quitaron a los almerienses nuestro querido puerto también nos quitaron los ‘tinglaos’ y ahora que nos van a devolver un trozo de nuestro muelle han incluido en el paquete de rescate uno de aquellas estructuras que formaban parte de la vida comercial y de la vida cotidiana del lugar con la intención de dedicarlo a actos culturales y a patio de recreo.
Muchos conocimos los cobertizos cuando sólo servían para resguardarse del sol, en una época, los primeros años setenta, en que la actividad comercial del puerto era escasa y el lugar se había transformado en el paseo oficial de los domingos y en el patio de juegos de la chiquillería de los barrios cercanos.
Los cobertizos formaban parte de la memoria colectiva de la ciudad, porque todos pasamos bajo su techo aunque sólo fuera para tomarnos un helado camino de la playa o para ver como Robles Cabrera, uno de los muchos artistas incomprendidos que dio la tierra, iba construyendo de forma artesana la figuras de las carrozas que después desfilaban en los días de feria por el Paseo de Almería.
Los tinglados del muelle vivieron sus días de apogeo en los años veinte cuando el aumento de la exportación, sobre todo de uva, originó que los primitivos cobertizos del puerto se quedaran pequeños. En diciembre de 1920, la Junta de Obras del Puerto aprobó el proyecto de prolongación de los tinglados para aumentar en dos mil metros cuadrados la superficie cubierta con un presupuesto de doscientas mil pesetas. Atendía de esta forma la petición del comercio de la ciudad ante la necesidad de librar a las mercancías, especialmente a los barriles de uva, de la acción del sol y del agua en la época de mayor aglomeración.
Las clases mercantiles expresaron su inquietud ante la Junta de Obras del Puerto, argumentando que: “Conocido es de todos que en la campaña uvera se depositan en el muelle un número considerable de barriles que tienen que permanecer muchos días a la intemperie resistiendo las inclemencias del tiempo. El perjuicio que sufre la uva es bien notorio y muchas veces tiene que ser retirada antes del embarque por haberse echado a perder”.
En los meses de mayor actividad, cuando la faena se intensificaba, cuando el muelle se llenaba de barriles de uva y los barcos extranjeros llegaban al puerto a por la fruta, la zona de los tinglados se convertía en una pequeña ciudad llena de pequeños buscavidas que trataban de hacer negocio.
Los tinglados del puerto tenían sus vigilantes, los guardias que cuando el lugar se llenaba de barriles de uva, de sacos de almendra, de trigo, de naranjas, de limones, se encargaban de velar porque nadie metiera la mano en la mercancía. En los tiempos del hambre algunos de esos vigilantes hicieron negocio llenándose los bolsillos y vendiendo el género en el estraperlo. El método era muy sencillo: se amarraban los pantalones a la pierna por la parte de los tobillos, agujereaban los bolsillos, y con las manos se iban metiendo a puñados las uvas, el trigo o las almendras que podían conquistar.
Por los tinglados también pasamos varias generaciones de niños de Pescadería, de la Almedina y de La Catedral, que nunca tuvimos un campo en nuestro barrio para jugar al fútbol y aprovechábamos la amplitud de aquel escenario y su soledad para volar o simplemente para tumbarnos a descansar bajo su sombra tras una agotadora jornada de playa.