La Voz de Almeria

Tal como éramos

Recuerdos del patio del colegio

Casi todos los colegios tenían su patio interior donde salían los niños a la hora del recreo

Los patios de los colegios tenían su pequeña fuente con un grifo de agua potable donde siempre se formaban colas.

Los patios de los colegios tenían su pequeña fuente con un grifo de agua potable donde siempre se formaban colas.Juan Carrión

Eduardo de Vicente
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Lo mejor del patio del colegio era ese cielo azul que los niños mirábamos con nostalgia de calle cuando durante quince minutos los maestros nos daban una tregua para tomarnos el desayuno de media mañana. Lo mejor del patio del colegio era esa sensación de libertad recuperada que compartíamos cuando después de la clase de Matemáticas o de Lenguaje, con las cabezas llenas de cuentas y de oraciones, nos reencontrábamos con nuestra verdadera vocación, que no era otra que jugar con los compañeros apurando hasta el último segundo del recreo.

Eran quince minutos, solo quince minutos, que en la imaginación de un niño podían ser eternos si teníamos a mano una pelota aunque fuera el tapón de corcho de una botella.

Casi todos los colegios tenían su patio interior donde salían los niños para descansar de la larga jornada lectiva. Por pequeño que fuera, en el patio se organizaban partidos de fútbol, carreras y se jugaba a la comba. El patio más pequeño que conocí fue el del colegio San José de la calle de la Reina. Era el patio de una vivienda reconvertido en lugar de recreo de los alumnos. Era tan poca cosa que teníamos que salir al patio por turnos; si se juntaban allí dos clases sobrevivíamos poniéndonos de lado, batallando siempre por ser los primeros en llegar a la fuente del agua que los niños venerábamos como un lugar sagrado. No sé por qué motivo los niños de antes vivíamos muertos de sed y cada vez que teníamos delante un grifo echábamos a correr como si fuéramos a la conquista de un tesoro.

En los grifos de los patios de los colegios siempre se formaban colas y de vez en cuando alguna pelea, porque era rara la vez que no hubiera un listo de por medio que intentara colarse, un arte que también nos cautivaba a los niños por el puro placer que nos producía saltarnos las normas.

A la hora del recreo, el patio era un clamor infantil; por mucho empeño que pusieran los maestros, el griterío acababa imponiéndose: gritaban los que corrían jugando a la peste; gritaban los goles los que jugaban al fútbol y gritaban los que se peleaban por un cromo o por un balón perdido.

En el patio de la escuela nos comíamos el bocadillo hecho por nuestras madres o aquella torta de manteca que nos comprábamos en la panadería cuando íbamos camino del colegio. Jamás llegué a probar una torta que tuviera tanto sabor como aquellas que me comía en el patio a la hora del recreo. Llevo su recuerdo grabado en esa zona del cerebro que retiene los momentos más importantes de la vida.

Cuando llegaba la temporada de coleccionar cromos, el patio del colegio se convertía en un zoco donde los niños nos dedicábamos a cambiar los que teníamos repetidos o a jugarnos las estampas como si fuera dinero.

Recuerdo el hermoso patio que había en la planta de arriba del antiguo colegio Diocesano (antes Seminario), de la Plaza de la Catedral. Si los curas estaban de buen humor allí se podían organizar partidos de fútbol con todas las garantías, aunque para evitar escándalos y que los estudiantes echaran abajo las paredes encaladas, los profesores solían prohibir los juegos que consideraban violentos y preferían dejar que los mayores se tomaran el bocadillo del recreo en la Plaza de la Catedral.

De todos aquellos patios infantiles, el más famoso fue el del colegio de La Salle, que en su tiempo fue el ‘Maracaná’ de los patios escolares. Era el gran desahogo del colegio, lugar de encuentro en las horas del recreo y el escenario donde se organizaban las competiciones deportivas que tanta relevancia tenían en el centro. Por el patio entraban los niños de La Salle antes de las nueve de la mañana en una época en la que la puntualidad era estricta y aquel que llegaba diez minutos después de que se cerrara el gran portón tenía que pasar por la frontera de la puerta principal, donde era recibido por el portero y por el profesor de turno que le echaba la primera reprimenda del día y lo sometía a un interrogatorio para que aclarara el motivo de su tardanza.

Hasta los años sesenta, en el patio viejo del colegio de la Salle formaban los niños antes de entrar en las clases al toque de campana, y con una disciplina casi militar, se alineaban, se cubrían y escuchaban en silencio como sonaba el himno nacional por los altavoces.

El patio tenía sus porterías reglamentarias de balonmano, sus canastas y al fondo, las casetas donde estaban los servicios. En la parte que daba a la Rambla, el patio disponía de unos grifos que eran el abrevadero donde los niños saciaban su sed y donde más de uno se quitaba de la cara y de las manos los churretes que le quedaban después del juego.

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