La Voz de Almeria

Tal como éramos

Los placeres que ofrecía el puerto

Para los almerienses ir al puerto era una forma de desahogo y de limpiar la mente

El cañonero Martín Alonso Pinzón en el puerto de Almería con cientos de personas en el muelle.

El cañonero Martín Alonso Pinzón en el puerto de Almería con cientos de personas en el muelle.La Voz

Eduardo de Vicente
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Si estabas aburrido, si no tenías en el bolsillo veinte duros para meterte en el cine o tomarte unas cañas en el bar de tu barrio, si estabas agobiado por los estudios y por las exigencias de tus padres, si sentías una nube negra rondando por tu cabeza o si andabas pensativo porque la niña con la que salías te había dicho adiós dejándote en los labios el regusto amargo del último beso, siempre te quedaba el recurso de buscar refugio en el puerto y que el aire cargado de yodo y la brisa tonificante del mar te renovaran las ganas de seguir batallando.

Para los almerienses ir al puerto era una forma de desahogo, una terapia segura que te despejaba la mente y ahuyentaba las tormentas internas que la adolescencia iba generando. En el puerto te sentías libre de verdad, como si todo lo que habías dejado atrás o no existiera o te pareciera insignificante frente a la inmensidad del océano que tenías delante. El puerto era la consulta del psicólogo cuando en Almería no sabíamos de la existencia de esta especialidad. Allí podías respirar hondo y cargarte las pilas para seguir adelante. Solo con poder contemplar la paciencia de los pescadores que con su cubo y con su caña se pasaban las horas muertas buscando alguna captura te producía un profundo placer, un gozo espiritual que te ayudaba a olvidarte del mundo.

Había quién depuraba sus pensamientos tirándose de púa desde el muro de la escalinata real, un remedio que era cosa santa porque la adrenalina que se acumulaba en el momento de saltar y entrar de cabeza en el agua se transformaba en una incomparable sensación de bienestar cuando te sumergías en aquellas aguas marinas, frías e indomables y casi siempre llenas de manchas de aceite.

También disfrutábamos mucho en esta ciudad cuando venía un barco de guerra lleno de marineros y nos pasábamos las horas viendo el trajín de la tripulación en las faenas de la cubierta o siguiendo a los jóvenes marinos por las calles para llevarlos a los lugares del pecado. Como estábamos acostumbrados al color caqui de los soldados del campamento de Viator y del Cuartel, cuando veíamos aparecer un uniforme blanco con gorra de plato nos revolucionábamos por el puro placer de la novedad. Los marineros tenían el atractivo de la aventura, ese glamour que les proporcionaba el más allá, la estela inconfundible de los días de navegación que les regalaba un aire de héroes de película.

Si ver una fragata en el puerto de aquellas que venían de Cartagena o San Fernando con marineros de remplazo nos agitaba, tener delante un buque de guerra americano nos volvía locos de verdad. Para los que fuimos niños a finales de los sesenta y los primeros años setenta, los marineros norteamericanos seguían teniendo el encanto del cine, aunque ya no nocesitáramos su leche en polvo ni sus alimentos. Cuando corría la noticia de que habían llegado los barcos de guerra íbamos en pandillas al puerto para buscarlos. Los marineros americanos eran como unos Reyes Magos fuera de contexto. Cualquier detalle que nos regalaran era un gran tesoro para nosotros porque aún teníamos la sensación de que todo lo que venía de Estados Unidos era mejor que lo nuestro: el tabaco, los chicles, las chocolatinas y aquellos encendedores plateados de la marca Zippo que brillaban como estrellas en nuestras pequeñas manos.

Nos impresionaba contemplar a esos gigantes de brazos tatuados y marcados pectorales, haciendo gimnasia en la cubierta. Los marineros americanos, cuando no estaban prestando servicio, siempre estaban entrenando o jugando al rugby en la playa de las Almadrabillas. Tan altos, tan fuertes, hablando un idioma del que nada conocíamos, nos parecían dioses a los que adorábamos durante una semana, alentados por la profunda fe que teníamos en sus regalos.

De la misma forma que nos atraían los barcos de guerra que llegaban al puerto, con esas misma fuerza nos inquietaba la posibilidad de que nos tocara hacer el servicio militar en la Marina. Los uniformes blancos nos entusiasmaban, pero puestos en los cuerpos de otros. Éramos muchos los jóvenes de entonces que rezábamos para que no nos tocara la Marina, que era la bola negra del sorteo porque significaba casi el doble de mili.

El barco era el destino maldito. En los años cincuenta hacer la mili en la Marina eran veintiún meses fuera. Después se fue reduciendo el periodo de tiempo y se establecieron dieciocho meses, por los quince que se cumplían en tierra. Pero más duro todavía era la Infantería de Marina, de la que corría la leyenda de las maniobras, en las que se pasan los días pegando barrigazos y haciendo desembarcos.

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