La magia del hombre de los barquillos
El barquillero fue una figura fundamental en aquella Almería de la posguerra

El barquillero con sus dulces de canela y la ruleta que siempre llevaba a cuestas, en la puerta del antiguo edificio de Correos.
Un simple barquillo de canela llegó a ser la ilusión de una generación de niños que proyectaba sobre aquel humilde dulce de cinco céntimos las esperanzas de un tiempo donde cualquier cosa podía ser un lujo. Sí, un simple barquillo de canela llevaba incorporado el milagro de la excepcionalidad, por eso los niños se revolucionaban cuando a lo lejos veían aparecer la figura del vendedor ambulante en medio de la niebla del invierno y de la necesidad.
Una moneda de cinco céntimos en los bolsillos de aquellos niños de la posguerra era un tesoro incalculable, el camino hacia ese instante de felicidad que duraba el tiempo que tardaban en comerse el barquillo. El alma de aquellos dulces de canela era tan intensa que se les quedó anclada para siempre en la memoria y por muchos años que pasaran, aquellos chiquillos de la posguerra llevaron grabada en el paladar la sensación de felicidad absoluta que les traía el barquillero que iba recorriendo los barrios.
Pero los barquilleros desaparecieron de nuestras calles, como la mayoría de aquellos buhoneros que iban de `plaza en plaza pregonando su mercancía y despertando el deseo de los niños. Los barquilleros cargaban sobre el antebrazo sus cestas con barquillos, que eran dulces de masa de trigo con azúcar y miel, y llevaban una ruleta en la que los compradores podían probar suerte y conquistar el sabroso botín por unas perras gordas. Los barquilleros buscaban las plazas donde revoloteaban los niños y se colocaban delante de los colegios a la hora de la salida para buscar la generosidad de las madres y el insaciable hambre generacional de aquellos niños.
Uno de los vendedores de barquillos más célebres que dio la ciudad fue Frasco ‘el barquillero’, todo un dios entre los niños de Almería. Era un barquillero de plaza, que por la mañana, a primera hora, instalaba su puesto junto a la fachada del antiguo Instituto, frente a la puerta de la Plaza de Santo Domingo. Allí estaba todos los días, lloviera o granizara, con su gorra negra calada hasta las cejas y su bufanda oscura apretándole la garganta y acariciándole el bigote. Con sus gafas de cristales negros, tan pasadas de moda y su eterna pipa que no paraba de echar humo mientras le quedara un manojo de tabaco en el bolsillo.
Frasco era un romántico de su profesión, uno de aquellos mercaderes que echaron los dientes por las aceras y se dejaron la salud vendiendo por las húmedas esquinas, sin perder nunca la sonrisa cada vez que se le acercaba un niño. Por donde iba, solía entonar una cancioncilla para anunciar su presencia: “Salid, muchachas salid, con la perrilla en la mano, a comprar un barquillo, que lo llevo americano”. Los barquilleros resistieron el paso del tiempo y estuvieron andando las calles hasta hace cuarenta años. La Puerta de Purchena, cerca de la parada del autobús, y la Rambla del Obispo, eran lugares frecuentados por estos vendedores ambulantes.
Por la Almedina, pasaba a diario uno que venía desde la Plaza de Pavía tirando de su cargamento, entonando una canción con la que incitaba a los niños a la rebelión para conseguir que sus padres le compraran el barquillo. Decía el estribillo: “Niños y niñas, tirarse al suelo, romped mandiles y también baberos, porque ha llegado el barquillero”.
Tan atractivo para los niños como eran aquellos barquilleros, fue el hombre del chocolate Nogueroles que todos los años, por el mes de diciembre, recorría las calles de Almería vestido de cocinero. Varias generaciones de niños conocieron al hombre del chocolate, ya que estuvo viniendo hasta los años cincuenta. Se paseaba por la puerta de los colegios importantes y por las plazas del centro, buscando clientela. A veces hacía sus pasacalles subido en unos zancos para llamar más la atención. Iba agarrándose a los balcones y tirando de un tablero de madera donde guardaba las muestras que repartía entre la chiquillería.
Como todos aquellos maravillosos charlatanes ambulantes, también llevaba su banda sonora para atraer la atención de pequeños y mayores: “Si quieres estar gordo y sano y que te salgan los colores, toma tres veces al día chocolate Nogueroles, que es del pueblo de Gandía. Ole, ole y ole”.
Eran tiempos en los que las calles siempre estaban llenas de buscavidas que vendían y compraban los objetos más extraños para sobrevivir. Los sábados por la mañana pasaba por mi calle un hombre, con la cara oxidada como si fuera un trozo de hierro, que iba gritando: “La lana, el cobre”. Llevaba una romana a cuestas y compraba la lana vieja de los colchones, los grifos rotos, los utensilios de hierro que después vendía en las chatarrerías. Era un personaje de la misma cuerda que el trapero, aquel extraño visitante que tanto nos impresionaba a los niños porque nos parecía que aquel tipo con su saco a cuestas era el hombre del saco.