La Voz de Almeria

Tal como éramos

La corrida de los ricos y la de los pobres

En los toros se mezclaba el lujo de la alta sociedad con la miseria de los que tenían que colarse

Un grupo de jóvenes de la alta sociedad en el descapotable que las llevaba a los toros. Años 60.

Un grupo de jóvenes de la alta sociedad en el descapotable que las llevaba a los toros. Años 60.

Eduardo de Vicente
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Aunque no nos gustaran los toros, los niños solíamos frecuentar los alrededores de la Avenida de Vilches en las tardes de Feria para disfrutar de ese ambiente tan especial que se vivía en las horas previas.

El espectáculo estaba fuera, cuando llegaba la Banda Municipal tocando desde la Puerta de Purchena, cuando gentes de toda condición social se daban cita en aquella pasarela donde se mezclaba el lujo de la alta sociedad con la resignación de los que iban a escuchar la corrida desde las puertas y la miseria de los que asumían el riesgo de colarse.

Había una corrida para los ricos, una para las clases medias y otra para los pobres que no tenían ni para la más humilde merienda. Llegaban las muchachas de la alta sociedad en coches de caballos engalanados para la fiesta, con sus vestidos recién estrenados, sus morenos de las playas de El Zapillo y Aguadulce, con ese bronceado brillante que las convertía en diosas para los que las mirábamos desde la distancia más absoluta. A veces aparecía por la puerta de la Plaza un descapotable y la gente se agolpaba alrededor para disfrutar de ese monumento con ruedas que solo veíamos en las películas y para oler aquel perfume a cuerpo recién duchado que las guapas exhibían como una bandera.

Los ricos convertían sus palcos en una pasarela donde los vestidos de lujo competían con las grandes meriendas que llegaban desde las mejores confiterías de la ciudad. Había una diferencia sustancial entre la merienda de la alta sociedad con la merienda de las clases medias, que a base de esfuerzo ahorraban durante todo el año para poder sacarse su entrada y presentarse en los tendidos con una nevera decente.

En el escalafón más bajo de la corrida estaban aquellos que iban a la Plaza a colarse, trepando como corsarios por los muros del recinto jugándose la vida. Muchos de ellos se colaban por la excitación de la aventura más que por ver la corrida. Había en ellos un punto de exhibicionismo: los que se colaban adquirían un estatus, un prestigio de barra de bar y pandilla que los condecoraba al menos durante un verano.

Solían atacar por la fachada principal para disfrutar de esa doble excitación que proporcionaba la escalada prohibida ante la mirada de la multitud. Había un punto de heroísmo en aquellos piratas que se jugaban la vida a cambio de casi nada. Lentamente iban subiendo con descaro, aprovechando cualquier rugosidad de la pared, cualquier arista que sobresaliera, las rejas cómplices de las ventanas, los relieves de la puerta grande, hasta alcanzar por fin la cornisa principal. Una vez arriba respiraban profundamente y con el orgullo de un alpinista miraban al horizonte para disfrutar del paisaje, recreándose en su proeza, mostrando su valentía al gran público, exprimiendo esos segundos de gloria antes de que los policías fueran a buscarlos. Sabían que allí arriba, en el abismo de la cornisa principal del coliseo, eran intocables porque el más mínimo descuido podía originar una tragedia y los guardias no se atrevían a provocarla.

Aquellos felinos se conocían la Plaza como la palma de sus manos y sabían donde estaban los rincones más seguros para ver la corrida sin levantar sospechas ni ser descubiertos. Hubo casos de ‘colados’ que se metieron debajo de las gradas de madera de los palcos para comerse la merienda del respetable antes de tiempo. El que lo conseguía era rey por un día: había entrado gratis a la corrida y además se había ‘hinchado’ de pasteles y de vino dulce “por la cara”, toda una conquista. Por la noche, cuando se reunían para ir a la Feria, se contaban sus hazañas exagerando los peligros y saboreaban el honor de haber coronado con éxito su gran aventura.

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