Agosto era la vuelta de los emigrantes
Venían de Francia y Alemania cargados de afectos, de regalos y de juguetes que no conocíamos

En camiseta de sport, Carlos Hernández, almeriense de El Zapillo que trabajó en Alemania.
Agosto era el mes grande del verano porque preparábamos el cuerpo para la Feria cuando la Feria era algo extraordinario que nos excitaba y nos trastocaba la vida. Agosto era el mes de los turistas que se perdían por las callejas del casco histórico buscando un monumento y se llevaban las manos a la cabeza cuando se encontraban con la miseria de los callejones que llevaban a la Alcazaba.
Agosto era un mes de regresos. Venían los emigrantes de Francia y Alemania buscando el afecto de su tierra después de un año de frío, de lluvia y en muchos casos, de soledad. Quién no conocía en su barrio a uno de aquellos emigrantes que tanto nos costaba reconocer de un año a otro, como si el exilio les acelerara el reloj interno y los años pasaran de diez en diez por ellos. La distancia y el trabajo los iba transformando tanto que algunos llegaban hasta con el acento cambiado.
La vuelta de los emigrantes era una fiesta. Venían cargados de afectos, de regalos y de juguetes que aquí no conocíamos. Los hijos de los emigrantes disfrutaron de las primeras bicicletas de paseo con marchas que se vieron en Almería y de las primeras cámaras de fotos en color con las que retratamos un trozo de nuestra infancia. Se decía entonces que en el extranjero nos llevaban varias décadas de ventaja en las formas de vida y también en las maneras de pensar. Tenían los mejores juguetes, los coches eléctricos teledirigidos de último modelo y las primeras revistas pornográficas que cayeron en nuestras manos por primera vez cuando aquí estaban prohibidas y allí las vendían libremente en los kioscos junto a la prensa diaria y las revistas del corazón.
Venían los emigrantes con las alforjas cargadas y se desataba la fiesta en la calle y en la terraza de la Barraquilla se juntaba toda la familia para celebrar el acontecimiento entre bandejas de marisco y jarras de cerveza. En medio de tanta alegría siempre había un motivo de tristeza: la certeza de que el tiempo pasaría volando y en unas semanas tendrían que volver a hacer la maleta, a cruzar la frontera, a aguantarse las lágrimas y a aprender a no mirar hacia atrás.
Cualquier detalle que les recordara a su tierra, por pequeño que fuera, se idealizaba en los ojos de aquellos jóvenes que a comienzos de los años sesenta se montaban en un tren o en un autobús y atravesaban media Europa. Cualquier detalle los devolvía a la ciudad y a los afectos que habían dejado atrás y cuando escuchaban por la radio una canción española o el nombre de Almería, una corriente eléctrica les recorría el pecho y un nudo se le instalaba en la garganta y le bajaba hasta el corazón.
Muchos eran padres de familia que tenían que renunciar a ver a sus hijos crecer porque tenían que labrarse un porvenir a la fuerza. En aquellos tiempos no existía el milagro del teléfono móvil ni de Internet y poner una conferencia desde el extranjero era un lujo que no podían afrontar porque a Alemania o a Francia se iba a trabajar y sobre todo, a ahorrar dinero para intentar regresar cuanto antes. La única forma de comunicarse era el correo, las cartas de toda la vida que tardaban tanto tiempo en llegar que cuando el cartero las depositaba en el buzón las noticias ya se habían quedado antiguas. Eran cartas llenas de besos vacíos, de lágrimas contenidas y de esa esperanza compartida que alimentaba a todos los emigrantes de poder reencontrarse pronto con los suyos aunque fuera en Alemania.
Tal vez, para aquellos hijos de Almería que en los años sesenta se embarcaron en la aventura del extranjero lo más importante de la casa que habitaban eran esos pequeños detalles que los vinculaban a su tierra: el cartel de una corrida histórica celebrada en la Plaza de Toros de Almería, donde se podía leer el nombre de ‘el Cordobés’, un mural con los dibujos del toro de Osborne y el caballo de Terry, las banderas de España con la muñeca vestida de gitana que entonces se utilizaba de decoración en casi todos los comedores y los retratos de la mujer y de los hijos que se habían quedado lejos. Eran recuerdos que le daban la vida, recuerdos que a veces penetraban como un arma afilada hasta el corazón en esos momentos de duda cuando en la soledad del dormitorio la distancia y las ausencias pesaban como una losa.
Cómo se echaba de menos la tierra y la familia, cómo se emocionaban cuando en la radio que compartían como si fuera el gran tesoro de la casa conectaban con Radio Nacional de España y escuchaban las coplas que seguramente habían bailado en alguna verbena de alguna fiesta de barrio. Qué lejos quedaban las fiestas, las corridas de toros, el olor de los potajes, el calor de la familia, el sol de Almería. Tenía que pasar otro año completo, doce largos meses, para que en agosto volvieran a encontrarse con su tierra entre lágrimas y abrazos.