La Voz de Almeria

Tal como éramos

El recreo y la ‘zonga’ de los estudiantes

En los poyos de las ventanas se organizaban cónclaves de alumnos a la hora del bocadillo

Las ventanas de la Escuela de Formación eran un lugar de reunión de los alumnos en los ratos libres.

Las ventanas de la Escuela de Formación eran un lugar de reunión de los alumnos en los ratos libres.

Eduardo de Vicente
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Lo mejor de la jornada lectiva era el cuarto de hora del recreo. Tanto en la escuela como en el instituto, las mañanas eran duras, sobre todo esas dos primeras horas en las que esperaban las asignaturas de matemáticas y de lenguaje que solían ser las más temidas para la mayoría de los alumnos.

El recreo era la tregua del día, ese pequeño descanso que nos ponía en paz con nuestros instintos y nos permitía comernos el bocadillo, jugar, formar corros y mirara a las niñas que más nos gustaban. Había que diferenciar entre el recreo de la etapa del colegio, que era vigilado y se limitaba a un patio custodiado por los maestros, y el recreo de los años de la adolescencia, cuando había centros que te permitían salir fuera y comprarte un bocadillo en un bar o quedarte en la puerta hablando con los amigos hasta que volviera a sonar el timbre.

En mis años escolares, en el Colegio Nacional Cruz de Caravaca, que allá por 1974 era de los más avanzados, nos permitíamos la aventura de abrir la puerta metálica de la calle y escaparnos al kiosco que había enfrente. Era un pequeño local, apenas una habitación, donde una familia de la Molineta tuvo la feliz idea de montar una tienda con todo lo que los niños de entonces podíamos desear: caramelos, chicles, dulces, bebida y lo que era más importante, cigarrillos sueltos que se vendían a peseta. Aunque no te cautivara el tabaco ni tuvieras la intención de fumar nunca, echar un cigarrillo a medias con los amigos en esos minutos de escapada del colegio era un auténtico placer que te elevaba a otra dimensión y te permitía disfrutar cada calada como si estuvieras haciendo algo grande.

Los niños de la Escuela de Formación, que por el hecho de estar aprendiendo un oficio se hacían hombres antes que aquellos que estudiábamos en el instituto, solían formar grandes corros en la puerta y utilizaban los poyos de las ventanas para sus reuniones. Allí los veías, al otro lado del muro de la Rambla, sentados, devorando los bocadillos mientras compartían un cigarro a medias.

A lo largo de la jornada escolar se organizaban tres corrillos: uno a la entrada, otro en el recreo y el último a la hora de la salida. En los corrillos de entrada los alumnos nos poníamos al día con ese ejercicio de matemáticas que no habíamos sabido resolver en solitario, hablábamos de las niñas que pasaban por delante y organizaban sus propios corrillos y si era un día de examen, estirábamos los minutos previos hasta el límite dándole el último repaso a los apuntes y mirando de reojo esa pregunta que según radio macuto, iba a caer seguro. Los corrillos más felices fueron aquellos que se montaban en los días de huelga, cuando llegabas al instituto y en la misma puerta corría la buena noticia de que no habría clase porque los profesores habían decidido plantarse.

Los corrillos que se organizaban en el recreo eran otra cosa. En quince minutos la vida podía ser eterna en las manos de un adolescente y aprovechábamos ese tiempo para comernos el bocadillo mientras comentábamos las incidencias del día, las anécdotas con los profesores y también para intercambiar las miradas con las niñas, sobre todo con las que eran de la clase de al lado, que tal vez por el factor de la novedad siempre nos gustaban más que las compañeras con las que compartíamos el aula.

Había otra variante del recreo que era el de la fuga, lo que en Almería llamábamos hacer zonga. Consistía en tomarte unas vacaciones que no venían en el calendario para convertirte en un prófugo. Hacer zonga en el colegio era muy complicado porque los maestros percibían inmediatamente tu ausencia y corrías el riesgo de que se lo comunicaran a tus padres. En el instituto era más fácil, puesto que si no ibas un día y llegabas después con la vieja coartada de que habías ido al médico, era probable que el profesor hiciera la vista gorda y no siguiera investigando.

Hacer zonga era una aventura de riesgo y te convertía en un fugitivo durante varias horas. Ibas por las calles mirando a todos lados para no cruzarte con ningún conocido que te pudiera delatar y cuando te encontrabas a salvo de las miradas te caía sobre la cabeza el insoportable peso de la conciencia para recordarte que lo estabas haciendo mal. La bondad de un niño de hace cincuenta años se podía medir por ese peso que la conciencia ejercía sobre sus actos. El hecho de no tener que estar en clase soportando las obligaciones era ya un motivo de fiesta, pero tu conciencia acababa siempre imponiéndose para amargarte la aventura y para llenarte de ese miedo que todos tuvimos alguna vez a que nuestros padres descubrieran que ese día nos habíamos fugado del colegio y estábamos desafiando todas las reglas.

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