La Voz de Almeria

Tal como éramos

Los Juanitos, dos ídolos de la calle

Juan Cid y Juan Rodríguez tocaron la fama boxeando en la Almería de la posguerra

Los dos Juanitos, Cid y Rodríguez, paseando por la Puerta de Purchena en los años 40.

Los dos Juanitos, Cid y Rodríguez, paseando por la Puerta de Purchena en los años 40.

Eduardo de Vicente
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Lo compartieron todo: los paseos triunfales por la Puerta de Purchena después de ganar un combate; los éxitos y las miserias del ring, cuando uno boxeaba y el otro hacía de mánager, y sobre todo, compartieron el hambre de aquella Almería de la posguerra que se convirtió en una fábrica de boxeadores, de jóvenes que soñaban con escapar de la pobreza sobre un cuadrilátero.

Juan Cid Miralles nació en 1932 en la calle de Duimovich, un lugar poblado de familias humildes donde las casas se mezclaban con las cuevas sobre la falda de los cerros del Quemadero. Su padre, que era panadero de profesión, perdió un brazo trabajando y tuvo que ganarse la vida en otros oficios. Juanito se crió en una época de escasez marcada por la guerra civil primero y después por el hambre de su tiempo. No tuvo la oportunidad ni de ir al colegio; su escuela fue la calle y lo que fue aprendiendo de su hermano Enrique, que le enseñó a moverse en un ring y a dar los primeros golpes como boxeador.

En 1949 se puso en las manos de Diego Barranco, un policía nacional con talento para preparar boxeadores. Por las mañanas se iba al patio de la casa de su entrenador, en la barriada de Regiones, y allí golpeaba sin descanso a un saco antes de irse a correr por los cerros de la Molineta, donde iban los boxeadores de la época a coger fondo. En febrero de ese mismo año debutó en un combate en la Terraza España por el que se llevó una bolsa de seis duros, la misma que entregó en su casa.

Eran obreros del boxeo que cada fin de semana recorrían los distintos escenarios de la ciudad donde se programaban veladas para el disfrute de la afición masculina: El Tiro Nacional, La Terraza Apolo, la Variedades, la de España. Cuando no había combates en Almería se iban a Guadix, a Málaga, a Melilla, y así iban sobreviviendo en un mundo lleno de dificultades, sacrificios y escasez. Cuenta Juanito Cid que en 1953 decidió pasarse al campo profesional y que en un combate que disputó en Barcelona llegó a ganar la cantidad de mil pesetas, que entonces era un buen dinero. Había temporadas que se tenía que pasar siete días en Melilla debido a que el barco sólo venía una vez a la semana. Estuvo boxeando hasta que en 1960, después de un combate que disputó en Escocia, decidió emigrar a Alemania siguiendo el camino de tantos almerienses que se fueron a trabajar. Estuvo cuatro años en la empresa Opel y otros cuatro empleado en unas minas. En 1969 regresó a Almería y con el dinero que había ido ahorrando montó un pequeño bar en la Avenida del Perú, donde estuvo durante veinte años. Tampoco pudo vivir del boxeo, como había soñado en su juventud, su querido compañero, el otro Juanito, el Rodríguez, el Pulga. Fue todo un personaje. Posiblemente, no había nadie en la Almería de los años sesenta que no lo conociera. Por aquel tiempo ya había iniciado su carrera como puntillero de la Plaza de Toros, que le sirvió además de para ganarse una paga extra en los días de feria, para hacerse más popular.

Juan Rodríguez era de familia humilde. Su madre trabajaba en el matadero y el niño se crió en aquel ambiente donde no le fue fácil conjugar su cariño hacia los animales, especialmente con los toros, con un oficio que se resumía con la palabra muerte. Esa contradicción con la que chocaba en su trabajo la aclaró él mismo diciendo que prefería el oficio de puntillero porque era más humano que el del matadero. Cuando en la Plaza de Toros le llegaba el momento de coger el arma y salir en busca del animal se sentía aliviado porque con un toque certero terminaba con el sufrimiento del toro herido. En el matadero todo era más mecánico, más frío, un ritual de fábrica en el que nunca llegaba a conocer el nombre de la víctima, como sí ocurría en la plaza. Su obsesión era la de acertar a la primera con la puntilla para no prolongar el sufrimiento.

Juan fue uno de aquellos jóvenes de la posguerra que saltaron desde el anonimato del barrio pobre y la subsistencia al umbral de la fama gracias a su presencia en la Plaza de Toros y sobre todo, por sus triunfos en el mundo del deporte. Un día empezó a frecuentar el gimnasio donde se entrenaban los púgiles almerienses de la época y se quedó atrapado en aquel ambiente donde se forjaban los héroes locales. Él siempre contaba que llegó tarde al boxeo. Que tenía más de veinte años cuando empezó a intercambiar los primeros golpes de verdad sobre la lona del ring, pero que tuvo un aprendizaje rápido, tanto como la necesidad que apretaba por aquellos años. El boxeo fue el sueño compartido de una generación de muchachos que encontró en el deporte la posibilidad de hacerle un quiebro a la pegajosa miseria de aquel tiempo. 

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