La Voz de Almeria

Tal como éramos

Los viejos talleres de zapatos

Muchos se instalaban en portales donde el artesano trabajaba en medio del caos

El próspero taller de reparación de calzado que la familia Molina regentaba en el rincón sureste de la Circunvalación del Mercado.

El próspero taller de reparación de calzado que la familia Molina regentaba en el rincón sureste de la Circunvalación del Mercado.

Eduardo de Vicente
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Todos teníamos un zapatero de confianza, uno de aquellos doctores que resucitaban el calzado moribundo en uno de aquellos talleres humildes de barrio por el que pasaron varias generaciones de una misma familia.

El zapatero remendón era uno de los personajes más importantes del barrio en una época en la que el calzado se compraba para que durara media vida y había que arreglarlo todos los años. La mayoría de aquellos profesionales hacía su trabajo en talleres de escasas dimensiones, algunos en un portal rodeado de zapatos viejos por los cuatro puntos cardinales.

En mi barrio hizo historia Manolo Salinas, el segundo de una saga de zapateros que continuó su hijo y que hoy solo queda el recuerdo. Lo conocimos en un portal de la calle Mariana, tan estrecho que no podían entrar más de tres personas a la vez, tan oscuro que allí siempre era de noche. Una tímida bombilla iluminaba aquella habitación donde no había más adornos que la silla donde trabajaba el maestro y una mesa de madera tan antigua que se había ido cubriendo con varias capas de cola y betún.

Un arqueólogo hubiera podido averiguar la fecha exacta de la mesa estudiando aquel manto de estratos que la abrigaba. Al fondo, en el suelo del taller, se levantaba una montaña de zapatos que en la base escondía restos de antiguos naufragio que se habían quedado sin arreglar, tal vez porque los clientes se olvidaron de ir a recogerlos. Allí olía a cola, a cuero, a tinte, a betún, y a los plátanos que el zapatero des ayunaba a media mañana, mientras seguía remendando pantalones y resucitando sandalias. Manolo era el centinela de la calle y cuando cerraban los otros negocios, él continuaba clavando tacos y arreglando suelas, que siempre tenía un encargo por terminar, que siempre había un cliente aguardando en una de las sillas de espera. Aquel taller sombrío, sacado de una novela de Dickens, fue también un confesionario donde iban los vecinos a contar sus problemas y a buscar un buen consejo.

Había talleres más cosmopolitas, algunos con tanto trabajo que daba de comer a varias familias. Uno de aquellos negocios conocidos en toda la ciudad y parte de la vega fue el taller de reparación de calzado de la familia Molina, en la Circunvalación del Mercado Central. Los clientes lo visitaban para dejar sus zapatos ‘averiados’ y los amigos para sentarse y echar un rato de conversación. Siempre había algún tertuliano de visita que aprovechaba la parada para beber un trago de agua del búcaro de barro y disfrutar del buen humor que siempre se respiraba dentro.

Los Molina venían de zapateros viejos de Laujar que habían ido heredando el oficio de generación en generación. Al terminar la guerra civil, ante la falta de horizontes, Antonio Molina Torres (1899-1963), tuvo que venirse a la ciudad con su familia buscando el trabajo que faltaba en el pueblo. Se instalaron en el número 50 de la calle Real del Barrio Alto, enfrente de la farmacia. En la entrada de la casa montaron el pequeño taller de subsistencia donde fueron ganando prestigio, donde consiguieron prosperar hasta que en 1948 pudieron dar el salto a la circunvalación del Mercado. En aquellos años, el entorno de la Plaza era el corazón comercial de Almería. No había una zona de más tránsito, ni un rincón más apropiado para que un negocio destacara que el que encontró la familia Molina. Consiguieron de alquiler un portalón en la esquina más concurrida de la zona y en el piso de arriba montaron su vivienda. No eran los únicos zapateros remendones del lugar, ya que al otro lado del Mercado tenía su boliche el zapatero Tortosa, otro histórico de la zona.

El taller de los Molina llegó a ser de los más importantes de Almería por el volumen de trabajo y por el número de obreros que allí se reunieron.

El equipo lo componían el cabeza de familia y el alma del negocio, Antonio Molina Torres, y a su lado sus hijos Manuel y Juan José, apoyados por un joven oficial con contrato; el que más años estuvo en la casa fue Urbano Ibáñez, hasta que puso su propio taller en la calle Paco Aquino. Era una época de mucho trabajo en la que sólo se cerraba los domingos.

El taller de los Molina abría a las ocho de la mañana y cerraba de noche, cuando sólo quedaban sombras en la circunvalación. Para ellos no existían las vacaciones ni los días libres. Cuando los dos hermanos decidieron casarse, acontecimiento para el que escogieron el mismo día, en el momento en el que se disponían a marcharse de viaje de novios estuvieron a punto de perder el tren porque apareció un cliente en la casa buscando unos zapatos con urgencia.

Desde su portal, los remendones vieron pasar casi medio siglo de la vida de la ciudad. La zapatería ocupaba una esquina privilegiada del entorno de la Plaza, al lado de Fermín, el artesano que reparaba las planchas. A unos metros de la zapatería de los Molina, en la misma calle, se instalaba todas las mañanas un latonero que armado con un fogón y un cargamento de estaño montaba su tenderete donde reparaba las sartenes y los cazos rotos.

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