El agua que nunca llegaba a los pobres
En los años 50 la regadora no pisaba La Chanca, el Reducto, El Zapillo ni el Quemadero

El camión cuba repostando en el Parque frente al puerto, a finales de los 50. Como era habitual, detrás del depósito siempre estaban los niños que calmaban su sed con el agua que se quedaba goteando.
Llegaba la regadora y alegraba el día. Su presencia era una fiesta en aquella Almería de los años sesenta donde todavía el polvo formaba parte de la vida cotidiana de la ciudad y en las calles que aún estaban sin asfaltar se colaba hasta en los armarios.
Llegaba la regadora y los niños se alborotaban: dejaban a un lado la pelota y se volvían locos corriendo al lado de aquel camión prehistórico que refrescaba las calles y los cuerpos. Cuando a mitad de julio apretaba la calima, cuando casi nadie conocía el invento del aire acondicionado y lo más moderno que teníamos para refrescarnos era un ventilador y una barra de hielo metida en un cubo, la aparición del coche cuba que llegaba desde el Parque de Bomberos se recibía como una bendición en todos los barrios. Pasaba el camión, mojaba la calle y los vecinos salían a la puerta de las casas con las sillas en la mano para disfrutar de lo que en Almería conocíamos como “tomar el fresco”.
Pero aquel auto con depósito que esperábamos todos los veranos para aliviar nuestro calor y nuestra insaciable sed de siglos, no pasaba igual para todos. En los años cincuenta se limitaba al centro de la ciudad con la excepción del Barrio Alto, que era el único arrabal que visitaba. Cuando la regadora atravesaba el badén de la Rambla, la chiquillería hacía sonar las trompetas y en cinco minutos la calle Real se llenaba de niños que parecían que acababan de llegar de una travesía del desierto. Mientras la cuba transitaba por la calle principal del barrio, ellos se colocaban en las aceras pidiéndole al chófer que le diera fuerza a los grifos para que el agua los transformara en anfibios.
Para el verano de 1952, en el Ayuntamiento se estudió la posibilidad de que la regadora ampliara su servicio y que en vez de pasar solo por la tarde, también hiciera el recorrido por la mañana y contrarrestara así el polvo de las calles que en aquel año se había intensificado debido al número de obras que se estaban realizando y a que el milagro del asfalto no había llegado aún a todas las zonas.
La propuesta era que el camión saliera todos los días de nueve a once de la mañana y de cuatro y media a nueve de la noche, pero esta variación fue rechazada por dos motivos: para evitar el desgaste de los auto-cubas y por el enorme gasto que suponía ya que en cubrir dos turnos se consumían casi sesenta litros de gasolina, un bien que no sobraba y no era conveniente dilapidar.
El camión de la regadora siguió realizando su servicio tradicional en verano, siempre por la tarde, por las calles del centro que más lo necesitaban. Por el norte llegaba hasta la altura del cortijo de Fischer a través de la Rambla de Alfareros y por el sur hasta la Avenida Cabo de Gata y la barriada de Ciudad Jardín. Zonas como el Quemadero, el Reducto, El Zapillo o La Chanca no entraban dentro del trayecto oficial.
La regadora no fue flor de un verano y estuvo presente en la vida de la ciudad hasta finales de los años setenta. Los niños de mi generación también la concebimos como un juego, como aquel regalo inesperado que nos sacaba del letargo en las interminables tardes de julio. Para muchos, la vieja regadora fue también lo más parecido a una ducha que conocimos en los primeros años de infancia, cuando en la mayoría de las casas el cuarto de baño era el patio y el grifo de la pila.
“Dale fuerza”, le gritábamos al conductor, que si estaba de buen humor atendía nuestra petición y nos enchufaba sobre los cuerpos el chorro más caudaloso que tenía en el cuadro de mandos. Pero la Regadora nunca regaba a gusto de todos. Cuando se pasaba los días sin recorrer un barrio, los vecinos elevaban sus protestas al Ayuntamiento, quejándose del polvo de las calles. En el Tagarete, hasta llegaron a colgar pancartas de los árboles exigiendo la presencia de nuestra querida y recordada regadora.