La Voz de Almeria

Tal como éramos

Lo poco que importaba la historia

Por las murallas de San Cristóbal jugaban los niños como si estuvieran en su casa

Los nobles torreones de la muralla de San Cristóbal sirvieron de gradas para asistir a actos deportivos mientras se iban desmoronando.

Los nobles torreones de la muralla de San Cristóbal sirvieron de gradas para asistir a actos deportivos mientras se iban desmoronando.

Eduardo de Vicente
Publicado por

Creado:

Actualizado:

La historia se nos fue de las manos, la dejamos caer como un trasto inservible. Hubo un tiempo en el que a esta ciudad le importaban poco sus raíces. Crecía tanto y tan deprisa, vivía tan ebria de modernidad que lo antiguo estorbaba y se miraba como algo atrasado.

En lo que hoy es el casco histórico y en la zona del Paseo, el derribo masivo de casas antiguas para construir pisos fue recibido por la propia prensa como un triunfo, como un paso adelante que hablaba del gran progreso que estaba experimentando la ciudad. Cada vez que se tiraba un palacio del Paseo aparecía un artículo en el periódico alabando el acontecimiento y hablando del futuro imparable que nos esperaba. Le contaban a los almerienses que lo viejo era propio de las villas atrasadas, que ya estaba bien de caserones desconchados y húmedos, que el camino hacia la prosperidad pasaba irremediablemente por la masiva construcción de grandes edificios en los que las familias iban a poder vivir decentemente. La prensa fue la gran aliada de la barbarie urbanística, cómplice de políticos y constructores que sacaron tajada de aquella revolución.

Es inexplicable como frente a la torre de la Catedral y a unos metros de la noble fachada del convento de las Puras dejaron que se construyeran dos siniestros edificios que compitieron en altura con los monumentos vecinos. Recuerdo que los niños de mi barrio íbamos a jugar algunas tardes a la Puerta de los Perdones de la Catedral y profanábamos sus piedras, saltábamos sus rejas, y alguno hasta se orinaba en sus muros con absoluta libertad porque se trataba de un rincón abandonado, de una puerta trasera que a finales de los años sesenta apenas se abría. Aquí lo que importaba era la fachada principal, que era la que más se veía, la otra podía venirse abajo que no le importaba a nadie.

El poco peso moral que tenía la historia en esta ciudad llegaba a su punto cumbre en el cerro de San Cristóbal, donde la muralla de Jayrán era como un estorbo del que se aprovechaban los niños para organizar sus juegos. Allí íbamos a imitar a los héroes de las películas de castillos que veíamos en el cine, a tirarle piedras a diestro y siniestro, a golfear entre sus recovecos mientras que el lienzo se iba viniendo abajo. En los años sesenta, cuando se construyó la barriada de las casas de Pinel, que estaba separada de San Cristóbal por la muralla, fueron los propios vecinos de la nueva colonia los que a golpes de machota rompieron la muralla para poder acceder en coche a sus casas. Los torreones de San Cristóbal llegaron a servir de refugio a mendigos y allá por los años setenta sirvieron de graderío para que el público asistiera en una tribuna privilegiada a las pruebas deportivas que se organizaban por sus rampas.

El mismo monumento al Corazón de Jesús sufrió en sus carnes el olvido. El Santo se fue acostumbrando poco a poco a estar solo, asumiendo su propio calvario. Estaba ahí para protegernos, pero no tenía derecho a pedirnos nada a cambio porque la ciudad vivía de espaldas a sus milagros de la misma forma que ignoraba al barrio que se extendía a sus pies. El Cristo de San Cristóbal llegó a ser tan pobre como el arrabal que le daba cobijo y no tuvo otra salida que ir adaptándose poco a poco a las circunstancias. Se acostumbró a la miseria de aquellas callejuelas de tierra donde los niños jugaban de tú a tú con los gatos; se acostumbró a que las pencas que lo rodeaban en el cerro fueran el váter de los vecinos y a que las parejas se refugiaran bajo su base para jugar a los enamorados en las noches sin luna.

Tampoco el Cable Inglés, que tanto había significado para la economía almeriense, gozó del respeto de la ciudad. Cuando a comienzos de los años setenta se fue quedando aparcado como un juguete roto, se empezó a acariciar la idea de que era un estorbo para el crecimiento del proyecto de Paseo Marítimo que empezaba a gestarse. ¿Qué hacía allí estorbando en medio de la playa y metido en el mar aquel mastodonte de hierros oxidados?, se preguntaban algunos. Durante varias décadas, las entrañas del cargadero fueron un escenario peligroso por el que los más intrépidos subían para lanzarse al agua desde sus alturas como si estuvieran en un trampolín.

Nuestro prestigio y nuestra historia sobrevivían gracias a la Alcazaba, que con la nueva iluminación nocturna era nuestra perla en las noches de verano. Después de siglos de abandono, las murallas de nuestro castillo y sus recintos se convirtieron en el salón principal de la casa que le mostrábamos con orgullo a los visitantes que llegaban a Almería. Presumíamos de sus vistas espectaculares y aquellos jardines tan bien cuidados donde los domingos subían las familias y las parejas de novios a echarse fotografías.

tracking