La Voz de Almeria

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El pararrayos que se costeó con donativos

En 1846 se colocó un pararrayos en la torre del almacén de la pólvora en el tercer recinto de la Alcazaba

Tercer recinto de la Alcazaba donde fue instalado el pararrayos que debía de proteger el almacén donde se guardaba la pólvora.

Tercer recinto de la Alcazaba donde fue instalado el pararrayos que debía de proteger el almacén donde se guardaba la pólvora.Foto A.M.

Eduardo de Vicente
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Allá por el año de 1844, una de las torres del tercer recinto de la Alcazaba sobrevivía convertida en un almacén de pólvora que constituía un serio peligro para la integridad de los que habitaban el recinto y también para las familias que vivían en las faldas del cerro. Ante esta amenaza, las autoridades de la ciudad coincidieron en la necesidad de construir un pararrayos que protegiera el almacén de la pólvora en los días de tormenta, mientras se buscaba otro emplazamiento más seguro para guardar los explosivos.

Dos años después, en 1846, llegaron en barco los materiales para la construcción del pararrayos, entre los que destacaban tres puntas de platino que se trajeron de París. Un juego de cadenas que servía para conducir la electricidad, circundaba el edificio sobre el que se levantó el pararrayos. Una de las cadenas estaba conectada con el pozo o receptor de agua encargado de apagar un posible fuego. Para afrontar los gastos de la instalación y de los materiales del pararrayos se pidió la colaboración de los ciudadanos, en una campaña de donativos que fue todo un éxito, ya que con lo recaudado se pudo pagar el noventa por ciento del coste de las obras.

Aquella Alcazaba del siglo XIX era un recinto caótico, sin apenas conservación, que sobrevivía expuesto continuamente a las inclemencias meteorológicas, a las sacudidas de los terremotos y al feroz abandono que la castigaba. En septiembre de 1878 se desprendió un trozo de muro de la muralla sur, arrastrando un peñón que vino a caer sobre la vivienda del vecino Fernando Martínez, que habitaba una de las casas construidas en la falda del monumento.

En la madrugada del 17 de marzo de 1890, quien sabe si por culpa del viento, de la lluvia o del abandono, se desprendió otro enorme trozo de muro del torreón del lado izquierdo de la puerta de La Alcazaba, produciendo el derrumbamiento del techo de la alcoba de la casita que se había construido pegada a la base de la torre. El desplome ocasionó la muerte del dueño de la vivienda, Damián Vifal, de sesenta años, y dejó malherida a su mujer, Juana Martínez Leal, de sesenta y cinco años de edad, que fue trasladada por los mismos vecinos al Hospital.

Al día siguiente, el arquitecto municipal, Trinidad Cuartara, visitó la zona y remitió un informe al ayuntamiento en el que ponía al descubierto el penoso estado de La Alcazaba: “Las murallas se encuentran en un estado muy avanzado de ruina, sin que se cuide como son necesarios esta clase de monumentos del Estado”, escribió.

En el informe invitaba a las autoridades a tomar las medidas necesarias para que se fueran ejecutando cuanto antes las demoliciones indispensables para evitar nuevos accidentes que pudieran afectar a las barriadas de la población construidas en la proximidad y por debajo de las murallas de la fortaleza.

En aquellos años, La Alcazaba tenía el aspecto de un gigante de piedra vencido por la edad, que se iba muriendo lentamente, reclinado sobre un cerro. Las puertas no tenían ya sentido por el desmoronamiento de los muros y nadie velaba por su mantenimiento. Las cuevas de la ladera estaban habitadas y en sus inmediaciones, pegadas a las mismas murallas, se habían levantado casas que eran ocupadas por familias que habían huido de las cavernas.

La llegada indiscriminada de este tipo de población había formado un arrabal a los pies del monumento y sus muros servían de refugio a vagabundos y maleantes y se habían transformado en improvisadas letrinas donde la gente del barrio subía a hacer sus necesidades.

Una semana después del desplome, el comandante de Ingenieros militares de la zona, máximo responsable de La Alcazaba, autorizó que se realizaran las demoliciones que el arquitecto municipal consideraba más urgentes. El día uno de abril se derribó el torreón que existía a la entrada del castillo, quedando sólo en pie las bases de los cuatro muros. Las piedras y ladrillos que sobraron después de la demolición, se depositaron de forma indiscriminada sobre fosos y galerías.

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