Los ilustres mancebos de farmacia
Teníamos la certeza de que el empleado de la farmacia sabía tanto o más que un médico

Antigua farmacia del Globo, en el Paseo de Almería, ac eraca su propietario don José Aguilar Gionés.
Conocíamos más al mancebo que al dueño de la farmacia. De niño, yo estaba convencido de que Alberto, el hombre de la bata blanca que estaba detrás del mostrador de la botica de la calle de la Reina, era médico de verdad porque lo sabía todo sobre los medicamentos y también sobre las enfermedades que nos afectaban entonces.
Si te dolía una muela o tenías inflamada la garganta, no necesitabas que te viera tu médico de cabecera porque Alberto daba con la tecla inmediatamente y te curaba tus males con solo mirarte unos segundos de arriba a abajo, sin otra prueba que su certera intuición mezclada con la experiencia de los años de oficio. Una mañana amanecías con el ojo inflamado y allí estaba el mancebo para darte la pomada milagrosa que en dos días te quitaba el maldito orzuelo. Que la niña sufría el mal de amores y de la noche a la mañana había perdido las ganas de comer, allí estaba la sabiduría del mancebo de confianza para recomendarte aquel elixir que todos probamos alguna vez, que se vendía con la marca Ceregumil, y que en Almería distribuía en la calle Javier Sanz la familia De Juan. Su vinculación con este alimento les valió el apodo de los ‘ceregumiles’, con el que eran conocidos los ocho hermanos. Un año en el que la marca Ceregumil promocionó el producto regalando vistosas viseras de propaganda, todos los niños de la calle y alrededores lucieron viseras durante meses.
La figura del mancebo forma parte del alma del negocio. El mancebo estaba tan ligado a la farmacia que llevaba impregnado de por vida el olor de los medicamentos. Lo teníamos tan asociado a su oficio que si un domingo nos lo cruzábamos por el Paseo sin la bata blanca nos costaba trabajo reconocerlo. Nos parecía que vivía allí, en la trastienda, en aquella parte trasera que tenían todas las farmacias, detrás de la cortina que los niños cruzábamos cada vez que teníamos que ponernos una inyección. Porque el mancebo no solo se conocía de memoria el nombre y la utilidad de todos los medicamentos, sino que además sabía poner inyecciones. Para los niños de una generación penetrar en la rebotica era como ponerse delante de un potro de tortura. Nada más entrar te invadía el olor profundo del alcohol que se utilizaba para hervir la jeringa en el infiernillo y te ponías a temblar mientras que con voz apocada le pedías al mancebo que por favor, no te hiciera daño.
Las reboticas olían a tabaco, a alcohol, a enfermedad y a miedo infantil, o al menos esa era la sensación que me invadía cada vez que entraba en una de ellas y me tenía que bajar el pantalón para que me pusieran las banderillas.
En aquellos años, el mancebo tenía menos dificultades que ahora para llevar en la cabeza el nombre de los medicamentos porque no existía tanta oferta como ahora. La vida era más simple y también las enfermedades y sus remedios. Si te dolía la cabeza, una rodilla, una muela o estabas pasando un resfriado y te encontrabas aturdido, el recurso siempre era el mismo: tu pastilla de Aspirina con un vaso de leche caliente antes de acostarte. La Aspirina fue el medicamento fetiche nuestro y también el de nuestros padres. Cuando a los pocos días de terminar la guerra civil se pusieron en marcha de nuevo las farmacias, que en Almería se habían quedado desabastecidas, el primer producto que entró en las estanterías fue la Aspirina y el segundo el ya recordado Ceregumil, que regresó al mercado con un anuncio en el periódico que decía: “Los laboratorios Fernández y Canivel S.A., de Málaga, saludan a las clases sanitarias de Almería y provincia y público en general, complaciéndose en comunicarles que todas las farmacias están surtidas ya del preparado Ceregumil”. Poco a poco fueron llegando nuevos medicamentos a las farmacias. En 1941 los mancebos de Almería despachaban ya la Cafiaspirina, que era prima hermana de la Aspirina, y que además de quitarte el dolor te ponía como una moto.
El mancebo vivía y moría entonces en la farmacia, como si su vida no tuviera sentido fuera del mostrador. Recuerdo el caso de Antonio Ferrer, al que todo el mundo lo conocía como Antoñico ‘el boticario’ porque formaba parte de la historia de la farmacia de la Puerta de Purchena. Antoñico era un trozo más de un negocio en el que entró siendo un niño para hacer los recados y del que salió para jubilarse. Era tan conocido en la ciudad que en una ocasión que tuvo la oportunidad de viajar a Francia le dijo a un amigo francés que él era tan célebre en Almería que una carta le podía llegar sin necesidad de que llevara escrita ni su dirección ni sus apellidos. Para demostrárselo se apostó una paella a que la carta llegaría poniendo sólo: “Antoñico ‘el boticario’. Almería”. Ganó la apuesta.