La Voz de Almeria

Tal como éramos

Las leyes de Dios que no cumplíamos

Los Mandamientos eran tan exigentes que nos condenaban constantemente al infierno

La ceremonia de la misa era un acto de fe para las personas mayores y un aburrimiento para los niños. En la foto, tres mujeres de luto con un niño en la puerta de la iglesia de San Pedro. 1964.

La ceremonia de la misa era un acto de fe para las personas mayores y un aburrimiento para los niños. En la foto, tres mujeres de luto con un niño en la puerta de la iglesia de San Pedro. 1964.F. Romero

Eduardo de Vicente
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A la edad de ocho años casi todos habíamos hecho ya la Primera Comunión o estábamos a punto de hacerla. Habíamos recibido el primer sacramento a ciegas, cuando recién nacidos nos echaban el agua por la cabeza para hacernos hijos de la Iglesia, y afrontábamos el segundo envite a esa edad en la que la mente de un niño no está todavía preparada para afrontar los asuntos espirituales.

Con siete u ocho años nos imponían una obligación moral que nos llenaba la conciencia de miedos y nos preparaban para una ceremonia que nos venía grande. Nos vestían de lo que no éramos y nos hacían creer que en el momento en que abríamos la boca y recibíamos al Altísimo en nuestro paladar nos transformábamos en un ángel recién llegado del cielo, en un santo con las rodillas magulladas y la cara llena de churretes. Salíamos de la iglesia embriagados, envueltos en un halo de misticismo incipiente que duraba lo que tardábamos en cambiarnos de ropa, mancharnos la boca de merengue y volver a la calle.

Lo peor de hacer la Primera Comunión no era la ceremonia que a muchos les gustaba porque traía regalos y un convite familiar, lo peor era esa obligación de tener que ir a misa los domingos, la imposición a participar de un culto del que no entendíamos ni una sola frase. Con ocho años nos aprendíamos de memoria las canciones, los cuentos y los nombres de los futbolistas sin apenas esfuerzo, pero cuando el sacerdote se internaba por los complicados meandros del sermón lo único que sacábamos en claro es que Dios era muy bueno y que nosotros habíamos nacido para cumplir con sus Mandamientos, aunque a la hora de la verdad casi todos los niños tomábamos el camino opuesto y cruzábamos la infancia infringiendo aquellas leyes sagradas.

Decía el primer Mandamiento que teníamos que amar a Dios sobre todas las cosas, y de eso nada, cómo se iba a poner un señor al que no habíamos visto jamás donde se ponían tus padres, tus hermanos o tus amigos. El segundo Mandamiento, aquel de no tomarás el nombre de Dios en vano, nos lo saltábamos porque no lo entendíamos. El tercero, el de santificarás las fiestas, era uno de los preferidos por los niños porque en nuestro calendario sentimental un día de fiesta era un día de gozo en el que no íbamos al colegio. El cuarto Mandamiento no ofrecía dudas: “Honrarás a tu padre y a tu madre”, ese lo solíamos llevar a rajatabla. El quinto no estaba hecho para niños: “No matarás”, aunque a veces nos asaltaban las dudas cuando jugábamos a cazar moscas para quitarles las alas o a aniquilar las hormigas de un hormiguero.

El sexto Mandamiento era el que más nos preocupaba porque nos condenaba irremediablemente. “No cometerás actos impuros” decía, cuando en nuestra lista de juegos preferidos uno de los que ocupaba el primer lugar era ese tipo de actos turbios, manchados por el vicio, que manaba de la parte más primitiva de nuestro pequeño cerebro, de ese rincón oscuro donde los instintos imponían su ley. Quién no jugó alguna vez a los médicos con nueve o diez años, quién no se escondió en un portal oscuro con la vecina y la emprendió a besos. Aquellos escarceos prohibidos que tanto nos gustaban nos ponían patas arriba los cajones de la conciencia y el domingo, cuando íbamos a confesarnos, cometíamos un doble pecado, ya que además del acto impuro que llevábamos colgando le echábamos una mentira de campeonato al cura, por lo que infringíamos también el octavo Mandamiento.

El séptimo precepto también era complicado. “No robarás”, aunque en verdad no teníamos conciencia de estar robando cuando le metíamos la mano en el bolso a nuestras madres para cogerle prestada una peseta, lo que costaba un chicle o un regaliz.

El octavo Mandamiento, el de las mentiras, nos lo saltábamos con descaro, porque al menos en mi casa, mi experiencia callejera me había enseñado que a una madre nunca se le debe de decir la verdad si puede causarle enfado o preocupación.

El noveno, “no consentirás pensamientos ni deseos impuros”, era de traca. Cómo le íbamos a poner rejas a nuestra imaginación cuando a esa edad éramos pura fantasía. No solo mirábamos a la vecina de enfrente con deseo carnal, sino que si podíamos la espiábamos cuando en verano se subía a la terraza a tomar el sol en ropas menores. Terminaban los Mandamientos con el décimo que decía “no codiciarás los bienes ajenos”, que muchos no entendíamos bien su significado.

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