Quiénes eran los pimpes en el Puerto de Almería
Cuando Almería era un Puerto y poco más, merodeaban los muelles unos pícaros personajes de Rinconete y Cortadillo; eran cicerores que, a cambio de unas monedas, guiaban a los marineros por tascas, pensiones y lupanares

El mingitorio público que había junto al Cable Inglés, más o menos donde hoy está la Autoridad Portuaria; se ve a varios zagales que vivían de esperar a la tripulación de los barcos de carga en 1909.
Cuando en Almería el Puerto no tenía puertas -se las quieren quitar ahora- era una plaza más en la ciudad antigua; una explanada enorme que olía a brea y a sal y que tenía en frente el barrio de pescadores, con sus casuchas casi de barro y cañabrava como las de Macondo y muchas tabernas marineras con música de pianola. altavoces de bocina y próstíbulos esperando tripulación. El dinero corría con los negocios de la uva, porque todo lo que llegaba y todo lo se que iba no tenían otro camino que el de las olas. Las noches veraniegas en el Muelle eran un continuo ir y venir. Los negocios estaban orientados a ese trajinar y al desembarco constante de marineros que eran un maná para aquella ciudad de menestrales de finales del XIX y principios del XX. Estaba la panadería La Marina que hacía galletas para las largas singladuras y cafés y tascas como La Brisa, La Cartuja, El Azafranero, La Restinga, el Trasbaal, el Alto a la Catalana o el Miramar, germen de la actual Casa Joaquín. Fue la época de esplendor del Puerto de Almería, donde corría el dinero y la juerga, los coches de caballos y las parejas de tocaores de las sociedades La Buena Unión y La Lira institucionalizadas para atender las ansias de jarana de los marinos enrolados bajo diferentes banderas.
La carga del mineral de hierro era muy rudimentaria entonces. Se descargaba de las vagonetas del tren que venía de Alquife en carretas y las espuertas se iban pasando de mano en mano al costado de los faluchos y de los buques que venían de Inglaterra, Francia o Escandinavia. Los barcos tenían que esperar turno para atracar junto al embarcadero y mientras tanto echaban anclas en el centro de la bahía y se amarraban a las boyas o al cantil de Levante. Allí, la faena era más lenta que en el Cable Inglés, ya que el mineral era transportado desde los vagones situados en vías muertas junto a la Estación, siendo transportados en carros tirados por mulos y en carretas de bueyes de la Vega.
El trabajo de carga y descargaba daba trabajo bien remunerado a muchos obreros con las operaciones complementarias de llenar espuertas en las bateas. Además del mineral, también había trabajo para la carga de los barriles de uva y el esparto de los tinglados en barcazas hasta los buques de cabotaje. En el Puerto ocurría todo o casi todo en aquella Almería sepia: desde los primitivos partidos de fútbol en la explanada con marineros ingleses, hasta los baños de temporada junto al balneario El Recreo o las actuaciones flamencas.

Un muchacho se ve junto a uno de los primitivos tinglados del Puerto en construcción en 1909.
Entre los personajes más recordados aún por los más mayores de Almería estaban los pimpes, una suerte de lumbreras que hacían de cicerones de los marineros y de los oficiales por la ciudad. Era una fauna que merodeaban los muelles siempre asomándose al barco en cuanto tocaba puerto, ofreciendo sus servicios de asesoramiento a cambio de unas monedas. Los pimpes, que habían aprendido a farfullear algunos idiomas, organizaban las salidas de los tripulantes, encerrados tras arduas travesías de cabotaje.
La mayoría eran jóvenes, algunos meros rapaces, pero había de todas las edades, en una mezcolanza de buscavidas, golfillos con gorrita calada y un cigarro en los labios. Eran zagalones simpáticos, siempre en guardia, esperando forasteros para atenderlos, para llevarlos a las pensiones y lupanares de la ciudad en Las Perchas o en El Lugarico o para indicarles en qué tasca se bebía el mejor vino o se comía el mejor arroz. Se habían acostumbrado a entenderse con cuatro palabras en inglés o en francés y lo que no sabían se lo inventaban. Ellos siempre conocían cuál era la taberna más bulliciosa y la compañía adecuada para el marinero ardoroso y melancólico, porque de psicólogos también hacían su función. Había dura competencia junto a la dársena: los había especializados en oficiales de primeras con una calesa siempre a mano y los del marinero raso.
Los más antiguos de estos pintorescos guías turísticos almerienses de los que se ha oído hablar eran Pepito Quesada, El Minchete, el Dalías, el Jiguera, el Bailarín, Basilio, Emiliano el Pimpe y más recientemente Alfonso, el Rojo y el Amaro, que sabía chapurrear hasta cinco idiomas y que dio lugar a un dicho típico de Almería: “A ti no te entiende ni el Amaro”.
El propio escritor británico Gerald Brenan tuvo su pimpe, que aparece retratado en su deliciosa novela Al sur de Granada. Se llamaba Agustín, a quien conoció en la pensión La Giralda y quien lo llevó con picardía al barrio de Las Perchas a que se desahogara; cuando no había barco, la economía de la ciudad sufría.
La llegada de algunas embarcaciones fueron muy recordadas durante años. Fue el caso del submarino A3 de la Armada Española, que vino de Cartagena en el año 1923 a recoger el regalo de una bandera bordada y cuya tripulación dio trabajo a todos los pimpes de la ciudad durante una semana; o la marina italiana de Mussolini que llegó a Almería en 1929 con ocho cazatorpedos y cientos de marineros transalpinos que disfrutaron de muchas noches de juega en Almería, orientados por esos simpáticos comisionistas que los llevaban y los traían satisfaciendo sus caprichos. Hasta en la Semana Naval de 1971, aún se veían a algunos pimpes merodear cerca de la eslora de los barcos de guerra. La paulatina desaparición de los recorridos de cabotaje hizo que también fueran languideciendo esos pícaros que le daban prosapía y carácter a aquella antañona vida portuaria tan almeriense.