La Voz de Almeria

Almería

Los apodos más célebres de Almería

Los apodos construían el personaje y siempre acababan imponiéndose al nombre

Se llamaba José Galera Balazote, pero por el nombre no lo conocía nadie. Para toda Almería fue siempre Pepe el Habichuela.

Se llamaba José Galera Balazote, pero por el nombre no lo conocía nadie. Para toda Almería fue siempre Pepe el Habichuela.Eduardo de Vicente

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Eduardo de Vicente

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Un apodo era para toda la vida. El cura te bautizaba en la iglesia y la gente en la calle. Un apodo construía a un personaje y siempre acababa imponiéndose al nombre. Había casos en los que el mote rozaba el insulto, pero al protagonista no le quedaba otro remedio que aceptarlo y acababa adaptándose a él como si lo llevara grabado a fuego en su carnet de identidad.

A José Galera Balazote no lo conocía nadie, pero si pronunciabas el nombre de el Habichuela se convertía en el personaje más célebre de Almería. Seguramente, el mote se lo pusieron porque era de cuerpo menudo y parecía poca cosa, pero el bueno del Habichuela supo rentabilizar ese sobrenombre con tintes peyorativos para agrandar el personaje.  Si Roger Moore era el Santo, nosotros teníamos en nuestro plató cotidiano a Pepe el Habichuela, que lo mismo se codeaba con Brigitte Bardot en Tabernas que se ganaba unos duros anunciando las películas del cine de Juan Asensio por las calles con un cartel colgado en el cuerpo.

Si preguntabas en un café del Paseo por Luis Méndez Cañadas, ni los camareros del Colón, que lo sabían todo, lo conocían. Sin embargo, si decías Luis el de los Perros, ya estuvieras en el Paseo, en el Barrio Alto o en el Zapillo, todo el mundo sabía de quién estabas hablando.

Luis fue más popular que cualquier alcalde de Almería, su nombre resonaba por encima de cualquier médico famoso e incluso de toreros y deportistas. Cuando dejaba caer su extraña figura por un barrio, por lejano que estuviera, de manera automática se generaba un alboroto que a nadie dejaba indiferente. Los niños corrían a su alrededor y los mayores salían a su encuentro a ver qué ocurrencia se sacaba del sombrero. A veces hablaba con su perra Laika, que era la más lista del mundo, y otras se ponía a disertar sobre la posibilidad de blanquear las murallas de la Alcazaba, que estaban muy viejas y había que sanearlas.

Entre aquellos personajes históricos que vivieron rehenes de su apodo, destacaba una mujer, Encarna la Manca. El mote se lo encasquetaron de niña y por pura lógica. Un trozo de metralla de los que tiraron en la guerra le cortó un brazo  y desde entonces de nada le sirvió ni lo que ponía en la partida de nacimiento ni después en el carnet de identidad. Desde aquel día fatídico pasó a llamarse Encarna la Manca y así se dio a conocer al público cuando tuvo que ganarse el pan ejerciendo la prostitución. El apodo, unido al defecto físico, la hizo internacional y hasta los marineros que venían de Francia y de América en los buques de guerra que atracaban en el puerto hablaban de ella cuando regresaban al barco. Compañera de oficio y de barrio fue Luisa la  Tuerta, que como la Manca llevaba el mote por bandera. Arrastraba la deficiencia de su ojo chamuscado, pero la compensaba con un olfato tan distinguido y un oido tan fino que solo con colocarse a unos centímetros del cliente sabía cómo llevaba de cargados los bolsillos.

Qué decir de el famoso Pepe el Cojo, el que colocaba el carrillo ambulante a espaldas del kiosco Amalia. Seguramente al principio no le haría mucha gracia que le recordaran aquella tara que le dejó un accidente infantil, pero acabó acostumbrándose y ya nunca volvió a ser José Fernández Padilla, sino el auténtico Pepe el Cojo, el que vendía los preservativos de contrabando, el que se comía tres medias lunas sin respirar, el que siempre tenía una legión de amigos pegada al negocio.

Cuántos apodos nos fuimos encontrando a lo largo de nuestra infancia. Hasta en el colegio se le ponían motes a los maestros. Quizá el apodo más célebre en el mundo de la enseñanza fue el que llevaba el maestro José García Morales, al que nadie conocía por sus apellidos. Su verdadero nombre fue el de don José el Aceitero, en referencia al negocio de su padre. Así pasó a la historia, por su apodo y por las dos varas de madera que formaban parte de su peculiar pedagogía.

A mí me gustaba mucho el apodo que le colgaron a Juan Cristóbal Fernández, mítico camarero del Club Chapina, pintor de brocha gorda y parroquiano del kiosco de Amalia. Nadie lo conocía por su nombre completo, pero gozaba del privilegio de llevar dos motes colgados: unos lo llamaban Juan el Farfolla y otros Juanico el Brevas. Cuando por las noches se juntaban en la barra del kiosco el Farfolla y su amigo Pepe el Cabeza, el espectáculo estaba asegurado y los colegas se arrimaban al querer para escuchar las historias de aquellos dos personajes cuando se ponían a contar sus andanzas, cuando grabaron sus apodos en el olimpo de los dioses al formar parte del elenco de actores del rodaje de Lawrence de Arabia. Casi nada.

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