La Voz de Almeria

Almería

El Parque de La Hoya 50 años atrás

Dos barrios viejos, el de San Cristóbal y el de las Perchas han desaparecido con las reformas

Lo que hoy es un mirador en el cerro y un parque bajo la Alcazaba  estaba ocupado por dos arrabales y una finca con su cortijo.

Lo que hoy es un mirador en el cerro y un parque bajo la Alcazaba estaba ocupado por dos arrabales y una finca con su cortijo.Eduardo de Vicente

Eduardo de Vicente
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De lo que aparece en la fotografía ya solo queda el solar. Dos barrios completos y una finca con su cortijo, han desaparecido del mapa y han dado paso a una nueva imagen del casco histórico que ahora cuenta con un parque, el de La Hoya, y un mirador colgado del cerro, el de San Cristóbal. 

El Parque Jardines Mediterráneos, como así lo han bautizado, ocupa la vaguada entre la cara norte de la Alcazaba y las murallas de San Cristóbal. El lugar había permanecido abandonado durante décadas, desde que el cortijo que lo habitaba se quedó vacío y sus huertas se secaron.

Era el cortijo del cura, o mejor dicho, de los curas, porque perteneció al sacerdote don Juan Molina y después a su sobrino, el célebre religioso y profesor don Andrés Pérez Molina. Allí tenían su pequeño paraíso, una auténtica casa de campo rodeada de árboles y bancales a doscientos metros de la puerta de la Catedral.

El edificio principal constaba de dos casas que se escalonaban sobre las terrazas del cerro. La más alta tenía forma de torre y era el refugio de las palomas. Debajo estaba la vivienda, en la que destacaba una espléndida terraza desde donde se podía contemplar un lienzo de mar, la torre de la Catedral y las mujeres de la vida sentadas en el tranco del pulpitillo de la calle de la Viña. No había ningún otro escenario que pudiera ofrecer más.

Disponía de un gran salón, una cocina luminosa, un comedor moderno, un cuarto de baño, varias alcobas y un despacho  repleto de libros. El rincón más íntimo del cortijo era la capilla, donde en los buenos tiempos se celebraba una misa diaria.

En sus bancales donde crecían las mejores lechugas y las habas más carnosas que se cultivaban en Almería. Cuando la tierra era generosa, una parte de la cosecha se ponía a la venta y eran muchos los tenderos que con sus carrillos de mano y con sus bicicletas, se acercaban al cortijo del cura para llevarse la mercancía.

Tenía almendros, higueras y tantas chumberas que en verano sus frutos alimentaban todos los comedores del barrio. Tenía dos balsas, una pegada a la muralla que ascendía hasta el Cerro de San Cristóbal y otra debajo de la casa.

Para poder acceder al cortijo había que atravesar dos calles del barrio de las Perchas, que era el escenario oficial de la prostitución. Subías por la calle Toledo, llegabas a la calle de la Luna y te encontrabas con el portón y la tapia que velaban por la intimidad y la seguridad de la finca del cura.

La calle de la Luna era un revoltijo de casuchas de no más de dos habitaciones, que llegaba desde la calle de Toledo hasta el torreón La Alcazaba. Al comienzo de la calle existía un bar por llamarlo de algún modo, donde las mujeres iban con los hombres a que las invitaran para festejar el romance. Las casillas del negocio se iban sucediendo hasta la calle de la Viña, la más poblada, donde se mezclaban las casas decentes con los tugurios de prostitución.

Coronando el actual Parque de La Hoya, asomado a las piedras del cerro que asciende hasta los pies del Corazón de Jesús, aparece ahora el mirador de San Cristóbal, con su camino de escalones que van desde la calle Pósito hasta el Santo. De lo que fue hace apenas cuarenta años solo ha quedado la pintura de algunas casas que sigue impregnada en las piedras que se han salvado de la reforma.

La remodelación que ha transformado el entorno de San Cristóbal se ha llevado también por delante lo que se conocía antiguamente como el barrio de las Piedras, que se extendía por la franja norte de la Plaza de Marín hasta la calle de Antonio Vico. Eran callejones estrechos y tortuosos que formaban un laberinto que iba ascendiendo en pendientes empinadas y retorcidas por la ladera del cerrillo.

Era difícil imaginar cómo sobre aquel terreno abrupto pudieron ir formándose aquellas callejas tan angostas y aquella colmena de pequeñas viviendas que nacían sobre los mismos peñascos del cerro. Calles tan estrechas que apenas entraba el sol, casas tan pegadas que desde una ventana a la de enfrente los vecinos podían rozarse las manos. Enjambre de azoteas  llenas de ropa tendida, de gallineros y conejeras donde la gente criaba los animales; fachadas blancas de cal sobre las que colgaban  las jaulas de los pájaros cautivos y donde una bombilla demacrada mal iluminaba sus rincones. Caminos que se cruzaban formando un universo de esquinas y recovecos, de  cuestas y patios por donde nunca transitaba un coche y por los que corría un reguero de vida joven, pequeños reinos de Taifas donde mandaban los niños, centinelas de aquellos senderos de polvo y piedra, de gatos y perros callejeros.

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