La última sonrisa de ‘el Rana’
Con paciencia se montó su propio paraíso, un vergel entre las piedras y las cuevas del cerro

\'El Rana\' era un gran personaje en su barrio.
La última vez que lo vi fue en el pasado otoño, en la puerta de su casa en la calle del Reducto. Lo saludé y me respondió con una tímida sonrisa, su última sonrisa, una sonrisa que tuvo el sabor amargo de las despedidas. Qué lejos quedaba aquel personaje lleno de vitalidad que cada mañana trepaba como un gato por los cerros camino de su jardín, en el último refugio de la Chanca.
Rafael ‘el Rana’ se había hecho fuerte en un rellano del cerro, ganándole la batalla a las piedras y convirtiendo unos cuantos metros de terreno estéril en un vergel. Allí tenía la ciudad a sus pies. Desde sus dominios, en lo más alto de las cuevas de las Palomas, veía la vida correr como si nada de lo que ocurría abajo fuera con él. El ‘Rana’, así lo llamaban hasta sus nietos, había levantado una atalaya en el cerro y sobre sus terrazas fue construyéndose un paraíso a medida, un jardín de las delicias en medio de la aridez de las piedras y la sordidez de las cuevas. Era su refugio espiritual, el rincón que le permitía aislarse a diario del mundo junto a sus perros: uno lo bautizó como Bartolo en homenaje a un vigilante jurado amigo suyo, y el otro se llamaba Curro, como su compadre.
Rafael tenía espíritu rural. Había nacido en el cortijo Blanco de Rodalquilar en 1936. Cuando terminó la guerra, su padre vendió lo que le quedaba a cambio de unas cuantas cabras y con toda la familia se trasladó a la ciudad, habitando una de las casas que quedaban en pie en las cuevas de Callejón.
Le tocó sobrevivir en una infancia marcada por la escasez y el hambre. Con apenas siete años iba cogiendo esparto y leña con su padre para después venderla en las carbonerías.
Antes de cumplir veinte años se embarcó en ‘El Maruja’, un pesquero de Roquetas, hasta que se casó y cambió la mar por el andamio. El primer día que fue a trabajar a la obra y el capataz le preguntó el nombre para hacerle el contrato, él respondió con rotundidad: “Llámame Rana”.
Un día, con las 40.000 pesetas que tenía ahorradas, decidió comprarle a su amigo Juanele trescientos metros de terreno en medio de un cerro donde sólo había una cueva, una palmera y montañas de basura. Su mujer estuvo a punto de echarlo a la calle por semejante operación.
Desde entonces su gran tarea fue la de ir transformando ese paraje en un edén. Plantó un pino, un almendro, un limonero, un granado, un par de higueras, una platanera, un naranjo, un algarrobo y un níspero. Con el trabajo de sus manos levantó bancales donde plantó habas, rábanos, cebollas, ajos, romero, hierbabuena y tomillo. Arregló la cueva hasta convertirla en vivienda y cercó el lugar con un muro de piedra y alambre para que nadie profanara su santuario.
Allí, ‘El Rana’ era feliz como un niño entre sus animales, sus árboles y sus plantas, al margen del mundo. Cuando dejó de trabajar su vida de jubilado transcurrió en su refugio, trabajando duro sin otra ayuda que la de sus manos. Ni su mujer ni sus siete hijos compartían su vocación, aunque lo apoyaban y solían visitarlo los domingos para comerse unas migas o una olla de trigo. Porque ‘El Rana’ también era un buen cocinero y sobre todo un hombre generoso al que le gustaba compartir todo lo que tenía, incluso su jardín privado.