Los últimos de los Gorila y las Chiruca
Miguel Marín y Paco Cervantes se mantienen en el oficio de vendedores de calzado desde hace cincuenta años.

Paco Cervantes llegó a calzados Miguel en 1974. Hoy regenta un negocio junto a su socio en la calle de Ricardos.
Los dependientes lo eran de por vida. Un adolescente, siendo todavía un niño, entraba de aprendiz en un negocio y si era un chico listo, un buen trabajador y un tipo honrado, podía aspirar a quedarse de por vida en el puesto mientras permaneciera ese comercio. Existían los aprendices, aquellos que un día dejaban los estudios y aprendían una profesión, y existían los dependientes, algunos tan arraigados al negocio que eran uno más de la familia del dueño. Siendo dependientes se hacían hombres de provecho: se iban al servicio militar sabiendo que tenían su puesto reservado, regresaban y se casaban, formaban una familia y así, siendo dependientes les llegaba el día de la jubilación.
Hoy es raro encontrar un dependiente arraigado a la historia de un comercio. Los aprendices entran para cubrir las ventas mayores de cada temporada y van cambiando más de prisa de lo que cambian las modas. Miguel Marín y Paco Cervantes son dos dependientes de los de toda la vida, ahora en el papel de propietarios. Empezaron hace medio siglo en el histórico establecimiento de calzados Miguel, de la calle de Castelar y ahora sobreviven en su propio negocio, instalado en la calle de Ricardos.
Paco Cervantes cuenta que su socio llegó en 1966 y que él entró a trabajar como aprendiz en el verano de 1974. Cuando le pregunto cómo eran las modas de aquel tiempo y cómo se entendía el oficio, se echa las manos a la cabeza mientras repasa todos los cambios que ha ido viviendo desde entonces. “Cuando yo empecé a trabajar se vendía el doble o más que ahora. Las tiendas del centro teníamos una clientela que venía de antiguo y la gente solía ser fiel a una misma tienda. Había una confianza establecida y las familias completas venían a comprarse los zapatos al sitio de siempre, donde ya conocían sus gustos, donde tenían garantizado un trato familiar”, asegura.
En los años setenta abundaban aún las familias numerosas, que solían ser una buena cantera para las zapaterías de aquel tiempo. “Yo he visto entrar a la tienda a una madre con cinco hijos y pedirme zapatos para todos. Solía ocurrir sobre todo en septiembre, cuando iba a empezar el colegio”, recuerda.
Eran los años en los que Paco Cervantes se iniciaba en el gremio del calzado, una época de cambios constantes en las modas y un tiempo en el que la juventud era una fuente inagotable de negocio. “Cuando yo entré a trabajar en calzados Miguel, aquél verano lo que más se vendían eran los zuecos de corcho con altura y los zapatos de tacón de caballero, aquellos tanques de cuatro centímetros de plataforma que llamaban la atención porque combinaban los colores”.
Aquellos zuecos de piel con la suela de corcho natural a los que se refiere Paco Cervantes fueron el calzado de una generación de muchachas en la década de los setenta. Se convirtieron en los zapatos oficiales cuando llegaba el verano y solían hacer juego con las primeras minifaldas de verdad, aquellas que se democratizaron a partir de 1974. “Estaban de moda las faldas cortas con los zuecos y también los pantalones de campana que tenían la característica de estar abiertos a todos los colores y a todos los gustos”, subraya.
Los niños de entonces también tenían sus zapatos fetiche. Al menos un par de generaciones atravesaron la infancia bajo el poderoso influjo de los zapatos Gorila, que además de ser un calzado a prueba de bombas llevaban la ilusión de una pelota de goma de regalo que también era indestructible. Además llevaban dentro un palo para que el calzado no cediera, que también se convertía en un juguete para los niños. “Existían dos zapatos típicos para los colegiales: los Gorila que todo el mundo conoce y los Bonanza, que eran parecidos. Después se llevaban mucho las botas Chiruca que era para trotar por el campo, aunque terminaron siendo un calzado de batalla diaria, y las botas de la marca Segarra”, explica Paco Cervantes.
La competencia
En aquella época abundaban las zapaterías en el centro de la ciudad y por los barrios y había negocio para todas. Hoy el panorama ha cambiado y los comercios históricos empiezan a tambalearse por la competencia de las grandes superficies comerciales. “Antes no existía nada más que el centro si querías comprarte calzado de garantías. Ahora esta parte de la ciudad se va muriendo lentamente porque la gente joven que es la que más mueve el negocio prefiere los supermercados y en los últimos tiempos le ha dado por comprarlo todo por Internet, que nos ha hecho mucho daño a las tiendas”.
El centro, que siempre ha sido el Paseo y las calles que lo rodean, probó hace unos años la experiencia de abrir los sábados por la tarde para intentar revitalizar esta zona de la ciudad y sus negocios. “Hubo un intento pero fue un fracaso. Esta parte de la ciudad se queda vacía los fines de semana, todo lo contrario que sucedía hace treinta o cuarenta años, cuando tenías que abrir los sábados por la tarde porque había demanda y había mucha gente paseando”.
La crisis de este tipo de negocios se puede comprobar en un detalle: casi todo el año tienen puesto en el escaparate el cartel de rebajas. “Tenemos que estrechar muchos los márgenes en los precios para poder ser competitivos, por lo que estamos obligados a las rebajas permanentes”, asegura.
A partir de febrero la zapatería de Miguel y Paco renueva sus escaparates de cara al verano, un tiempo de rescate. “Se vende bastante más porque hay mucha más vida en la calle. Hay una alegría que nosotros, los comercios de siempre, la aprovechamos para sobrevivir”.