José Fernández Rodríguez es el único de los 'Saberes' que descansa a la izquierda del Cementerio de San José. Tiene a sus hermanos Luis y Manolo entrando a la derecha y sus padres Antonio y Eloísa descansan en la primera fila. Se fue muy joven sin llegar a jubilarse el menor de los Fernández Rodríguez que nacidos en la Villa de Gádor no pudieron evitar el temido apodo. Rezan como los 'Saberes' para la historia los: Juan, Manolo, Antonio, Luis y Pepe. Manolo y Antonio de ojos azules como su padre y los demás color de 'La Mama', Eloísa Rodríguez Ferrer casada con Antonio Fernández Martínez. Todos los hermanos empezaron conduciendo los camiones Ford de la empresa familiar y luego aprendieron pronto un oficio. El de Pepe 'Saberes' era hacer amigos por su don de gentes y cada mañana despachaba a un hombre del campo y a un director de banco con el mismo salero. Sencillo, cercano y dicharachero. Siempre con un refrán o una frase donde agarrarse para calmar los ánimos de unos clientes siempre con prisa. "Págame la factura y luego te arreglo la furgoneta", decía a los más desesperados.

Pasó por la vida haciendo favores y fue un hombre muy querido porque era servicial y ayudaba al que lo necesitaba. Debajo de su mesa guardaba las primeras sandías, cajas de pimientos recién recogidos o un bolígrafo parker serigrafiado por el Banco de Santander. No aceptaba propinas en dinero, nunca, y se las tenía 'tiesas' con don Antonio (el jefe) cuando bajaba a recepción y veía rodar las sandías por la mesa del recepcionista. Los 'Saberes' nacieron para trabajar: mucho. Buena gente por encima de todo. Humildes que pasaron una guerra y daban un beso al pan antes de partirlo.

No se llevó nada y lo repartía todo. Hizo muchos amigos y fue feliz dentro de las limitaciones de una familia de 5 hijos donde costaba llegar a fin de mes. Pepe 'Saberes' tenía salero y una enorme preparación para desempeñar su trabajo. Un día vinieron desde Madrid los señores de Mercedes Benz para examinarlo y sacó nota alta. Luego llegaron los primeros ordenadores a Almería y se vio apurado. pero tenía tanta gracia que me decía: "Señor Camacho salgo a pagarle un café", y me dejaba encima de la mesa las órdenes de reparación a bolígrafo y se las imprimía. Era imposible negarle un favor a un hombre tan servicial y cariñoso.