Es probable que el último servicio del presidente Adolfo Suárez a España haya sido comprobar la extraordinaria fragilidad de su unánimemente valorado legado. En los numerosos recordatorios y obituarios que estos días llenan la prensa hay coincidencia a la hora de emplear términos como “consenso”, “diálogo”, “generosidad” o “patriotismo”, que señalan y definen no sólo el tono de la persona, sino también los objetivos de un personaje que ahora es considerado admirable incluso por aquellos que contribuyeron a su caída, denuesto y olvido.

Pero no quiero fijarme ahora en la mezquindad e ingratitud latentes en el código genético de este viejo y complicado país, tan proclive a reservar el halago o el reconocimiento al momento inmediatamente posterior a la muerte. Me fijo en la alarmante inconsistencia de los valores que forjaron el éxito de la Transición en la sociedad actual. Será quizás porque sin darnos cuenta nos hemos hecho mayores y no nos hemos preocupado de explicarles a los que nos siguen los sacrificios y renuncias que todos asumieron de buen grado para propiciar la viabilidad de una convivencia pacífica y reglada. Las diferencias más llamativas entre lo que éramos entonces y lo que somos ahora no están en los avances tecnológicos o en los usos sociales, sino en el desprecio de los valores que hicieron conciliable lo que antes había sido tradicionalmente insalvable. La Transición supuso, entre otras cosas, el final de las llamadas dos Españas y la búsqueda de un proyecto común en el horizonte de nuestro tiempo y nuestra historia. Si la muerte del impulsor de ese ambicioso proyecto sirve para que, de algún modo, apreciemos la deriva que ha cobrado una democracia que ayudó a gestar con más grandeza de espíritu que medios materiales, podremos añadir un valor más a la lista de méritos que agigantan su figura.

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