‘Operación Palace’, el documental de ficción de Jordi Évole, ha suscitado un enconado debate durante estos días en nuestro país al poner de relieve dos cuestiones fundamentales; lo relativamente fácil que es manipular un terrible suceso de nuestra historia hasta convertirlo en un folletín de mil demonios y, lo que es más llamativo, que quién más y quien menos tiene serias dudas de lo que ocurrió en realidad el 23-F de 1981.

El programa, emitido en la efeméride del fallido golpe de Estado, me pareció un producto televisivo memorable, entre otras razones porque mantuvo el pulso y la verosimilitud de la historia durante gran parte de la emisión- solo hacia el final aquello comenzó a oler considerablemente – contó con “actores” de primer nivel en el mundo de la comunicación como Ónega o Gabilondo; es decir, le proporcionó credibilidad al programa, y fundamentalmente porque puestos a creer uno se cree ya cualquier cosa. Esa es la gran moraleja que nos deja el falso documental.

El relato de lo que le ocurrió en muchos hogares transitó por unos primeros minutos de absoluto desconcierto, a los que les siguieron momentos de estupor y sorpresa, cruce de mensajes entre familiares y amigos, para terminar concluyendo con una risa floja, a modo de alivio en unos casos, o de frustración y cabreo en otros que no le encontraron ni maldita la gracia al asunto.

Los efectos colaterales del ficticio reportaje también han estado a la altura del éxito televisivo. Parte de la audiencia, arrastrada por la misma temática, se incorporó ¿? al especial dedicado a las conspiraciones del 23 F que emitió Cuarto Milenio, el programa de Iker Jiménez.

Sin embargo, el mayor de los éxitos del programa, una vez reconocido el engaño, fue el aluvión de  comentarios que se registraron en las redes sociales, y sobre todo, por encima de todo, Ay…el borrado masivo de tuits que se produjo al descubrirse el pastel.