Cuando son los ciudadanos los que pagan los costes ambientales
El impacto sobre el medio ambiente es sólo un factor, otro es el coste de la reparación de los daños ocasionados
Cuando se plantea el impacto ambiental de las actividades humanas existe la percepción del medio ambiente como un concepto abastracto basado en la existencia de flora y de fauna con un determinado nivel de importancia biológica y genética. Sin embargo se trata de una cuestión mucho más compleja, mucho más real y de mayor trascendencia desde un punto de vista económico.
Resulta que en un buen número de casos de las actividades con impacto en el entorno se deriban por una parte unos beneficios económicos y por otra una serie de costes que van más allá de la destrucción de un hábitat o de unos recursos que casi siempre son finitos e irrecuperables.
La lícita búsqueda del beneficio por parte de los promotores de cualquier iniciativa que consuma elementos ambientales no debería, sin embargo, ignorar la existencia de unos costes a medio y largo plazo al que no suelen hacer frente precisamente los promotores iniciales de las actuaciones, sino el conjunto de la sociedad que, a través de dinero público, se ve obligada con frecuencia a subsanar con un esfuerzo financiero lo que no se tuvo en cuenta.
La Balsa del Sapo La provincia de Almería es prolija en ejemplos de cómo una inadecuada evaluación previa del impacto se convierte en una rémora para las arcas públicas. Quizá uno de los ejemplos más flagrantes sea el de la célebre Balsa del Sapo, inexistente hace unas décadas y convertida en paradigma de lo que no se debería permitir en ningún caso.
Hace años era sólo una charca con recarga de excorrentías del agua de lluvia, con pequeñas ramblas que la drenaban sin mayores sobresaltos. Sin embargo allí se realizaron cuantiosas extracciones de tierra y áridos por parte de empresas locales, que además lo hicieron sin estudiar el impacto y sin licencias ajustadas a ley.
El resultado de aquella actividad fue la creación de un gigantesco socavón de casi veinte metros de profundidad, la perforación del acuífero superior del Campo de Dalías, y un beneficio estimado para las empresas actuantes de alrededor de 3 millones de euros.
Paralelamente se fueron cerrando las ramblas menores, que servían de aliviadero natural de las aguas acumuladas, para construir nuevos invernaderos. A la nueva Balsa del Sapo llegaron entonces no sólo las aguas de excorrentía, sino que se amimentaba del acuífero perforado y, por si era poco, de aguas residuales de algunos de los núcleos de población cercanos al enclave, canalizadas por el propio Ayuntamiento de El Ejido.
El resultado es el que hoy conocemos, una balsa de gigantescas proporciones, sin salida natural del agua, que amenaza a invernaderos y viviendas situadas en su entorno cada vez que las lluvias hacen acto de presencia. Y es también fuente de una ágria polémica entre partidos y administraciones públicas para ver quién le pone el cascabel a un polémico gato.
Pero es necesario también hacer un balance eco-ambiental nada desdeñable. Que un par de empresarios pudieran ganar con las excavaciones de tierra alrededor de tres millones de euros nos ha costado al conjunto de los ciudadanos más de cuarenta millones de euros para corregir los efectos de la “nueva Balsa del Sapo”, un coste que se irá probablemente por encima de los 80 millones de euros una vez que se apruebe y se ejecute el proyecto definitivo deimpulsión y desagüe de la citada Balsa.
La desproporción es brutal, en cualquier caso, y desde luego nadie pedirá responsabilidades a quienes hicieron posible que el coste de una actividad mal planificada y mal ejcutada suponga a las arcas públicas un desembolso tan excesivo