En compañía
En compañía
Nunca hice la cuenta de lo que tenía o lo que faltaba, con mi voz y algún amor que se me cruzará, lo demás sobraba. Antes de regresar Almería, viví tres años en Japón, en Fukushima, mi mujer tenía un tablao en aquella ciudad, pero después de la crisis de los reactores nucleares decidimos vender el negocio y marcharnos a cualquier lugar . Sentí la nostalgia de volver a mi tierra y a ella no le disgustaba.
Vivimos bien hasta que nos duró el dinero que teníamos, pero después empezaron las estrecheces. Ya no tenía el brío ni las ganas de estar delante del público. Un día visité a la señora Aurora, la viuda de Don Pascual Torres, había actuado muchas veces para él y sabía que ella era también una buena aficionada.
Doña Aurora se hizo cargo de mi situación, ella propuso que fuera dos tardes por semana a cantarle, yo le dejé caer que mi mujer sabía acompañar a la guitarra, y dijo que también podía venir con ella. La viuda fue generosa y nos recomendó a otras conocidas suyas, gente de buena posición, que estaban tan solas como ella.
Así fue como conocimos a Linda Prados, una viuda y excéntrica americana. Su marido, que era filipino, había amasado una fortuna con la exportación de frutas tropicales. Hacían un crucero, recorriendo el mundo en su propio barco y recalaron en Almería por unas averías en los motores, estuvieron en una peña flamenca y cuando volvían hacía el puerto mientras él hablaba de la impresión que le había causado aquel espectáculo, tuvo un infarto y se quedó tieso entre sus brazos.
Se acostumbró a nuestra compañía y aunque no le gustaba que sospecháramos de su soledad, íbamos casi todas las tardes a su casa y no dejaba que faltáramos un solo día. Antes de pedirme un taranto, sacaba de un armario cerrado con llave la hornacina donde guardaba las cenizas de Jimmy, así lo llamaba ella, y yo tenía que cantarle, aquello no me daba buen fario, pero la necesidad es más fuerte que la superstición. Linda aseguraba además, que él aún podía oírme y yo lo hacía feliz.
Ayer Linda Prados, tenía un ataque de melancolía, pasó toda la tarde bebiendo licor de coco de Filipinas, yo recordé una letrilla: “Canta el jilguero en el campo/ y en la jaula el ruiseñor/ y en el medio de la tristeza/ el que cantaba era yo. “. Kenji guardaba su guitarra en el estuche y Linda, recogía la hornacina con las cenizas, tropezó y el jarrón dorado cayó al suelo, las cenizas quedaron desparramadas entre los fragmentos del jarrón y ella se arrodilló, buscando algo entre aquella masa gris, como el que amasa el pan de la muerte. Con sus manos sucias y tiznadas puso en las mías un anillo y un reloj. Eran de Jimmy y son muy valiosos, venderlo y largaros de este país, cuando llegué a esta tierra a finales de los setenta, me gustó la ilusión y la alegría de vivir, ahora es un país decepcionado y triste. Decía la viuda sin dejar de sollozar.
De vuelta a casa Kenji, creía que debíamos de irnos, ella pensaba lo mismo que Linda y yo también, esta es la verdad, pero no sabíamos a dónde. En mi mano relucía el anillo de Jimmy y su reloj, nos quedamos mirándolos fijamente, haciendo un cálculo de su valor y aunque no dijimos nada, ya sabíamos que iríamos hasta donde nos llegará el dinero que por aquellas joyas nos dieran.
España lleva camino de convertirse entre tesoros y tesoreros, en un lugar del que apetece largarse lo antes posible . Kenji, mi mujer, que tiene alma flamenca lo dijo a su manera: “¿Qué quieres de mí/ si hasta el agüita que yo bebo/ te la tengo que pedir? “