La Voz de Almeria

Obituarios

Adiós a un grande de Vera

Se ha ido sin hacer ruido Pedro Contreras, el de las manos de oro, con las que hacía esparto, morcillas y trovos a su pueblo

Pedro Contreras Salas, escritor costumbrista y estudioso de la historia local, ha fallecido en Vera a los 81 años de edad.

Pedro Contreras Salas, escritor costumbrista y estudioso de la historia local, ha fallecido en Vera a los 81 años de edad.

Manuel León
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Se ha apagado, como por ensalmo, durmiendo en su cama, la voz de un grande de Vera; un grande no universitario, un no intelectual, un no docto; se ha marchitado en Vera, en la Vera eterna, la voz humilde de Pedro Contreras, la voz que nos traía -que nos trajo- tanto testimonio de nuestros ancestros. Se ha muerto Pedro en su pueblo, junto a su taller de la calle Diego Caparrós, donde hizo tanto cesto de esparto con sus manos de hijo de labriego; porque Pedro tenía oro en las manos: con las que ungía, además de pleita del campo, paellas para pobres y ricos como cocinero en el célebre Puntazo de su prima Rosa, en la playa de Mojácar; manos menestrales, con las que forjaba morcillas artesanas que vendía en su puesto de carnicero- o de tablajero como se decía antes- en la plaza del mercado veratense. Se ha ido Pedro con 81 años de sudor y arcilla, de cortes de hacha y rociadas de azafrán, de darle a la lengua sin parar sentado en su puerta contando historias y leyendas de Vera mirando las estrellas coronar el Espíritu Santo; se ha ido Pedro -Contreras por su padre, Salas, por su madre- hijo de campesinos de secano del cortijo Cabuzana, donde después vivió la familia de Ginés Soto, donde de niño tuvo que dejar la escuela para ayudar a llenar los trojes de trigo y cebada, donde observaba a sus mayores mirar todos los días a los cielos a ver si llovía y se podía salvar al menos media cosecha; se ha ido Pedro Contreras, un narrador costumbrista sin título, un etnógrafo sin oropeles, un humilde servidor veratense que hizo, como casi nadie, cultura popular cada día de su vida: en las radio locales, como Radio Sol de Cuevas, como Radio Vera, trovando ripios de vendimia propia, hablando de personajes irrepetibles, sumidos en el vaho de la historia, como Pepe el Raspajo, aquel bardo que rescató de un cortijo de la Jara consumido por el olvido, o divulgando sin cesar los versos y cantos del vate Sotomayor.

A uno -que tuvo la suerte de tenerlo enfrente tantas veces declamando ante un micrófono, viendo cómo le brillaban los ojos cuando hablaba de la jarra de barro de cinco picos, del viejo lavadero de Vera, de la Fuente chica, de La Chana y La Pinta bollos, lavando sábanas no precisamente de Holanda, comprobando lo que se había perdido la provincia de su sapiencia si hubiese podido estudiar un poco- no le queda más remedio que pensar que a Pedro no se le exprimió todo el néctar que tenía de talento; talento para contar, para retratar, para dibujar la Vera antigua, el Levante almeriense antiguo. Escribió, al menos eso sí, varios libros sobre leyendas, cuentos y relatos de Vera con Arráez Editores, donde se puede admirar su memoria caudalosa, la claridad de su prosa, su facilidad para relatar con precisión lo que había visto de niño, lo que le habían contado los ancianos de su pueblo: las costumbres navideñas, el pan de aceite, los rosquillos de almíbar, la matalahúva y canela, porque oír a Pedro era como estar oliendo el aroma archivado en esos obradores. Hablaba de cosas tan remotas, tan desconocidas, tan emocionantes, como la costumbre de los adagios de los jóvenes en Noche Vieja frente al crepitar de la leña, la cuerna de vino, las zambombas de pellejo de conejo, las caras iluminadas por una pavesa de candil de aceite; hablaba de cosas tan de verdad como las maneras gavillar el trigo o cerner la harina o de la creciente con la que se hacían los roscos la víspera de Nochebuena. 

Hablaba de todo eso, Pedro, en alguna comida social, mientras el resto de extasiados comensales que compartían mesa con él lo miraban siguiendo sus anécdotas como los ratones seguían al flautista de Hamelín. Porque Pedro era un encantador, un flautista, como un niño con una corneta con la que que no paraba de soplar y hacer apología de las cosas viejas. Y si algo le distinguía, también, era el recuerdo entrañable que siempre conservaba de los mayores de antaño y de hogaño y de esos bizarros emigrantes que tuvieron que salir de Vera a la fuerza, llorando hasta la estación, con una maleta atada con una guita. Fue también un recuperador de tradiciones como la procesión de San Antón por las huertas de Vera y tantas cosas y proyectos que se le quedaron por hacer entre las manos y entre los labios. Ha muerto como sin querer hacer ruido, Pedro, con la satisfacción de haber sido hace dos años pregonero de honor de Vera, su pueblo, al que tanto quiso.

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