La Voz de Almeria

Obituarios

Ana Sagredo Ureña

La tía Anita

Víctor Godoy Sagredo

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De todas las cosas buenas que tiene que tu padre sea marino —conocer historias de sitios lejanos, aprender a hacer nudos, pillar un regalillo cada vez que volvía a casa…— la mejor, sin duda, eran las tortillas de patatas de la tía Anita. Me explico: cada vez que mi madre se embarcaba unos días con mi padre, nos dejaban a los tres hermanos en casa de mi tía Anita. Alguien podría pensar que eso supondría un palo para un niño pequeño, pero ese alguien, obviamente, no ha conocido las virtudes culinarias de la tía Anita. En sus fogones, cualquier comida que pudiera ser aburrida: guisillo, ajillo… se convertía, como por arte de magia, en un manjar exquisito, de los de limpiar el plato con una molla de pan. Ni que decir tiene que los platos más apetecibles para un mocoso como empanados, ensaladilla rusa o albóndigas me volvían directamente loco. A veces dejaba de jugar para acercarme a la cocina a ver si caía (robaba quiero decir) alguna patatilla frita o algún filete ruso para poder dejar de salivar. Y ya, si se acercaba Semana Santa, el jolgorio era general y la familia desfilaba por su casa para llevarse buenas fuentes de roscos y borrachillos. Pero de todas, todísimas las comidas de la tía Anita, la que no podía faltar, el soborno diario para que no echara de menos a mis padres era la mini tortilla de patatas tamaño mequetrefe de ocho años. Mi tía tenía una pequeña sartén en la que freía las patatas (la patata, que no creo que diera para más) y cuajaba el huevo para hacer la dosis diaria del elixir de tía preferida. Vale sí, además de las tortillas valoraba de ella otras cosas, cosas de niño egoísta como que nos dejara ver la tele hasta tarde (y en color que era su Telefunken) o sentarme con ella mientras jugaba a las cartas con sus amigas. Pero, sobre todo, era mí tía preferida porque, aunque fuera un niño, conocía los ingredientes secretos de la tía Anita para que sus comidas estuvieran tan ricas: ración extra de paciencia para soportar a un pequeñajo de corte gamberro que a veces le quitaba sus Fortuna Mentolados para hacer como que fumaba —y también le sisaba el mechero para que los simulacros fueran muy muy realistas—; dosis infinitas de cariño con el que me despertaba para limpiarme por las noches cuando me meaba en la cama; y, sobre todo, amor. No un amor de madre, claro, pero casi. Hasta siempre, tía Anita.

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