El dichoso teletrabajo

Enrique Arias Vega
07:00 • 11 ene. 2021

Si el teletrabajo fuese tan beneficioso para la gente, hace tiempo que se estaría haciendo masivamente, dejando el trabajo colectivo exclusivamente para aquellos esfuerzos físicos en grupo que requieren una colaboración presencial y mecánica. Como la construcción de las antiguas pirámides, vamos.


Pero no es así. Con las mismas facilidades y los mismos artilugios informáticos que teníamos antes y tenemos después de la pandemia, entonces sólo laboraba a distancia entre el 5 y el 8 por ciento del personal. Hoy lo hace más del 30 por ciento. Es decir, que lo practicamos más por necesidad que por conveniencia.


Hay una explicación sencilla para ello, más allá de las sesudas y complejas disquisiciones de los teóricos de la conducta humana: y es el gregarismo de nuestra especie, la necesidad de estar en contacto incluso físico con los demás. Se ha comprobado en los repetidos incumplimientos del confinamiento sanitario: si nos saltamos el aislamiento, poniéndonos en peligro, ¿cómo no vamos a desear estar en grupo en condiciones normales?



Además, la presencia física del otro nos aporta informaciones y conocimientos que nos impide el trabajo a distancia. Por ejemplo, ¿dónde se hacen los mejores negocios sino en los campos de golf y dónde se logran los mejores acuerdos políticos sino en los pasillos de los Parlamentos?.


Por eso, el teletrabajo está limitado por la condición humana, más allá de sus evidentes ventajas circunstanciales. Para hacerlo general habría que cambiar nuestra conducta y nuestros genes. Claro que a la velocidad que van hoy día la inteligencia artificial y otras nuevas tecnologías llevamos camino de construir unos seres que cada vez se parezcan menos a nosotros y no necesiten ya la compañía humana.





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