‘Desde mi ventana’: la Cueva de Nieles de Canjáyar

Entrega número 24 del Ciclo de artículos de la Asociación Amigos de la Alcazaba

Vista de la enigmática Cueva de Nieles, situada en el cerro del mismo nombre.
Vista de la enigmática Cueva de Nieles, situada en el cerro del mismo nombre. La Voz
Juan Pedro Vázquez
07:00 • 21 may. 2020

“Nieles, Nieles…quien tuviera lo que tú tienes”. (Popular).




Hay un lugar en Canjáyar que desde siempre ha estado rodeado de un halo misterioso, enigmático y legendario. Se trata de la Cueva de Nieles, cavidad profunda y sinuosa que corona la pared SE del cerro del mismo nombre y es visible desde la mayor parte del municipio.




El paraje, ligado a las raíces más profundas de la historia del pueblo y de la comarca, ha sido testigo de los asentamientos humanos más antiguos desde la prehistoria y aún hoy sigue aportando el agua necesaria para el abasto público. También ha ocupado abundantes páginas en los textos históricos (Puig y Larranz, Cuadrado, Madoz) desde la ocupación musulmana.




Para quien escribe estas líneas el nombre, evoca un manojo de los recuerdos de los años de la infancia en los que el corazón late con tal fuerza que nos lleva a idealizar la realidad y convertirla en el escenario imaginario de nuestras aventuras.




Hoy, con la mirada serena que da la edad, sigo admirado al contemplar la hermosura de estos cerros altivos que se visten de blanco y rosa en los preludios de la primavera y me lleva a admirar la tarea de titanes que mis antepasados fueron capaces de realizar, domando las pendientes y rompiendo la tierra para que el agua, el agua de Nieles, regara las tierras en las que se han cultivado las mejores uvas del mundo.




La cueva tiene otra faceta también notable para el sentir popular de los canjilones y en especial para quien escribe estas páginas al encontrarse el yacimiento en propiedades familiares. Recuerdo las fantásticas leyendas que oíamos contar a algunos mayores cuando en las calurosas noches de verano en la plaza y, seguramente para impresionarnos, nos hablaban de los tesoros que los moros habían dejado ocultos en la cueva al no poder llevarlos consigo tras la conquista cristiana; tesoros, que algunos afirmaban que habían venido desde Granada a través de unos pasadizos secretos desde la ciudad de la Alhambra y que para que no se conociesen, ninguno de sus portadores salió del lugar, identificándose con los esqueletos encontrados en su interior.




La cueva pues, reunía al menos para los jóvenes de mi generación y las anteriores todos los ingredientes para la aventura: misterio, fantasía, riesgo y por supuesto, el fabuloso trofeo al salir cubiertos de polvo, de poder presumir de la gesta realizada y volver al pueblo con las pilas de las linternas gastadas, haber bebido agua fresca de la Alberca y haber comido algunos higos de la famosa higuera de mi abuelo.




Este aspecto, el de la duración de la energía de las linternas, no era baladí pues también recuerdo una tarde en la que tuvimos un grupo de amigos que subir a la cueva a buscar a otros amigos “espeleólogos” del pueblo a los que se les habían agotado las pilas de sus lámparas y aún estando a pocos metros del sifón próximo a la salida, no la encontraban. Tras el “rescate”, volvimos todos cuando ya la tarde moría, no sin antes haber realizado los rescatados las correspondientes promesas de agradecimiento a la Santa Cruz y todos (rescatados y rescatadores) la de guardar un silencio sepulcral sobre lo acontecido para evitar la correspondiente rechifla popular y el consiguiente castigo por los padres.


Esta es mi visión de este lugar, visión mezcla de conocimiento científico pero también de resonancias de ilusiones infantiles, de emociones familiares mezcladas con la limpieza y la generosidad de la amistad juvenil que es en definitiva, el hilo invisible e indestructible que endulza nuestro recuerdo y nos evoca los que probablemente sean los mejores años de nuestra vida.


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