El taller donde le ‘dábamos viento’ a la bici

Al taller íbamos a darle viento a las ruedas y cada vez que se nos pinchaba una cámara

Taller de Pepe París, situado en un portal de la calle de la Almedina. Todas las bicis del barrio pasaron por sus manos.
Taller de Pepe París, situado en un portal de la calle de la Almedina. Todas las bicis del barrio pasaron por sus manos.
Eduardo de Vicente
21:11 • 22 ene. 2023

Los talleres de bicicletas llegaron a ser un buen negocio. Hubo quien sacó adelante a su familia arreglando pinchazos y enderezando ruedas. Estaban repartidos por todos los barrios de la ciudad y eran tan imprescindibles en su época como una panadería o un estanco. 



Todos pasábamos tarde o temprano por el taller, aunque solo fuera a darle viento a la bicicleta, que era la expresión que los niños utilizábamos cada vez que necesitábamos llenar la cámara de aire. En todos los talleres tenían la bomba reglamentaria del aire, aquel artefacto primitivo y manchado siempre de grasa que tenía dos plataformas laterales para poder apoyar los pies en el momento preciso. 



Al taller acudíamos también cuando se salía la cadena y no acertábamos a ponerla en su sitio, cuando se aflojaban los frenos y teníamos que afrontar el calvario de un pinchazo, un percance muy frecuente en la Almería de hace cincuenta años, sobre todo en las calles donde no había llegado todavía el adelanto del asfalto. 



Al taller íbamos a por grasa para los cojinetes de las patinetas y cuando el balón de reglamento se desinflaba y corríamos a darle viento con el miedo metido en el cuerpo ante la posibilidad de que el maestro nos dijera que se había pinchado, que aquello no tenía solución, que nuestro querido balón había pasado a mejor vida.



Los niños del Barrio Alto recuerdan la figura de Pepe ‘el de Encarna la Caira’, que para ganarse unas pesetas tuvo la feliz idea de montar un pequeño taller en la habitación de entrada a su casa, en la calle Real. El negocio estaba cerca del cine Monumental y en la parte trasera tenía una cuadra donde la familia del mecánico criaba las mulas que todos los años por feria trabajaban en las corridas de toros. El taller del hijo de la Caira estaba siempre abierto y aunque fuera de noche te atendía. Tocabas en la puerta y allí salía el artista a dejarte la bici como nueva.



Otras veces, sobre todo en verano, cuando íbamos a la playa nos pasábamos por el garaje de Trino, que siempre tenía una bomba de aire a mano y que unos años después fue el primero que tuvo una bomba a presión, un auténtico lujo que nos permitía inflar las ruedas sin esfuerzo, en apenas unos segundos. 



Tan célebre como Pepe el del Barrio Alto fue Pepe el de la Almedina, toda una institución en su barrio por el tiempo que estuvo en activo y porque el oficio era para él una vocación. Pasó su vida en bicicleta y se ganó el pan con ellas. Siempre contaba que con doce años, se dedicaba al estraperlo de harina y legumbres. Iba con sus amigos a los pueblos del Andarax y compraban a bajo precio las mercancías que luego vendían a las estraperlistas de la calle Juan Lirola. 



A su padre le hubiera gustado que estudiara una carrera, pero el niño estaba obsesionado con las bicis y se pasaba el día sobre el sillín, sólo le faltaba aprender a dormir encima. Viendo que no tenía remedio, el padre optó por alquilar un portal en la calle de La Almedina y montarle un taller para que se ganara la vida con lo que más le apasionaba, arreglando bicicletas. No era una mala salida en unos tiempos en los que la bicicleta era el vehículo más utilizado en la ciudad. Nada más que arreglando pinchazos, que los cobraba a una peseta y cincuenta céntimos, sacaba para comer todos los días. A veces, pasaba el pescadero con la rueda pinchada y si no tenía dinero para pagarle el trabajo, le daba unos kilos de jureles.


El taller de Pepe París se fue convirtiendo en uno de los negocios de referencia del barrio. En medio siglo de existencia, siempre estuvo en el mismo sitio, en un destartalado y sombrío portal de una vieja vivienda que hacía esquina con la calle Descanso. Fue uno de los mejores mecánicos de su época. Su prestigio le permitió hacer algunos trabajos extras, como montar las bicicletas que por Reyes llegaba a la Casa Ciclista de Mateos, la tienda más acreditada de la ciudad, por donde generaciones de niños hemos pasado, aunque sólo fuera para mirar con la boca abierta las partidas de bicicletas que colgaban del techo. 


El taller de Pepe París formó parte de ese entramado comercial que se desarrolló en la calle de La Almedina en los años cincuenta. Casi todas las casas tenían en la planta baja algún negocio. Fue célebre la fontanería de Escámez, al lado de la habitación donde hacían guantes los hermanos González, boxeadores de la época; allí estaba también la droguería de don Victoriano Flores, la heladería de la Violeta, el bar Casa Juan, donde hacían los churros madrileños, el quiosco de Juanico el caca, que era un portal donde vendía tebeos y golosinas, la panadería de doña Rosa, que tenía un portalón en la calle Narváez donde entraban los carros  cargados de leña para el horno. 


De todos aquellos comercios que coincidieron con el taller de Pepe París sólo ha resistido al paso de los años el estanco de Antonio Abad, que aún sigue abierto.



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