Del chivato al enchufado de la clase

Había varios tipos de favoritos. El más molesto era el enchufado adulador

Foto del patio de tierra y la fuente del colegio público de la Chanca en los años 60.
Foto del patio de tierra y la fuente del colegio público de la Chanca en los años 60.
Eduardo de Vicente
23:01 • 05 nov. 2019 / actualizado a las 07:00 • 06 nov. 2019

De la misma forma que en la escuela podían convivir varios tipos de empollones, desde el integrado y generoso, hasta el presumido y repelente, también nos encontrábamos personalidades diversas en esa casta que formaban los enchufados. 



Uno podía ganarse la condición de enchufado por ser gracioso, por caer bien, otro por ser familia de algún conocido del maestro y había algunos que alcanzaban ese estatus por su insistencia a la hora de dar coba, por ser auténticos pelotas



El enchufado adulador era el más molesto, la pieza que chirriaba dentro del engranaje de la  clase, el que presumía de ser el elegido, el que adoraba al maestro como si fuera un Dios.



El enchufado chaquetero era la mano derecha del profesor, su hombre de confianza, su sombra fiel y su centinela. Habitaba siempre la primera fila para estar cerca del maestro y convertirse en su secretario cada vez que la ocasión lo requería. Era el primer voluntario para lo que fuera, el primero que levantaba la mano, el primero que llegaba a clase, el primero que traía el ramo de flores para la Virgen cuando llegaba el mes de mayo, el primero que hacía los deberes y el último en abandonar la banca cuando sonaba el timbre de salida.



El enchufado pelotilla era el más odiado de la clase cuando se convertía en el justiciero oficial cada vez que el maestro tenía que salir de la clase. En su ausencia, el enchufado se colocaba los galones y se transformaba en la autoridad competente. Se subía a la tarima, agarraba la tiza y amenazaba a todo el que se moviera y a todo el que hablara fuerte con apuntar su nombre en la pizarra para que después se llevara su castigo correspondiente. 



Casi siempre aparecían los mismos nombres escritos con tiza, que solían coincidir con el de los folloneros, con aquellos que no dudaban en imponer la ley de alboroto cuando no estaba el profesor, sin importarles que el vigilante escribiera sus nombres en la pizarra y los llenara de cruces acusadoras.



El enchufado gozaba de importantes privilegios, pero también se llenaba de responsabilidades y tenía que soportar la cruz de ser distinto, de no poder disfrutar ni un minuto del placer de una travesura infantil sin permiso del maestro.



En todas las clases había un enchufado y también un chivato. A veces coincidían los dos papeles en un mismo personaje, aunque el chivato no tenía que ser siempre el favorito del maestro. Había chivatos vocacionales que disfrutaban sacando a relucir su dedo acusador. En mis tiempos, el chivato estaba más perseguido que el enchufado, y más de una vez tenía que vérselas en la calle con algún compañero al que había delatado. “Cuando te coja fuera te vas a enterar, chivato de mierda”, era una frase habitual en la escuela de entonces. En ese elenco de actores de la escuela antigua era habitual la figura del miedoso, el que nunca jugaba en el recreo al fútbol porque los otros niños daban patadas, el que lloraba antes de le dieran el palmetazo en la mano, el que se ponía malo el día que iban las enfermeras a pincharnos la vacuna. El miedoso era la antítesis del fuerte, del grande de la clase, del adelantado a su edad que con doce años ya tenía medio bigote señalado y las piernas llenas de pelos. 


Todos ellos: el empollón, el follonero, el pelotas, el enchufado, el último de la clase, el torpe, el empanado, el miedoso, el guapo y la guapa, el chivato y todos los que formaban la clase media dentro del aula, se igualaban cuando tocaba salir al patio a jugar a la hora del recreo


El patio era el lugar más democrático del colegio, donde el más torpe en los estudios estaba a la misma altura que el listo de la clase, donde el enchufado se convertía en un elemento vulnerable sin la protección del maestro, donde el inquilino de la última fila, el señalado que nunca traía hecha la tarea, podía convertirse en un líder dándoles patadas al balón. En el patio no mandaban los boletines, ni los conocimientos en Matemáticas. 


En el patio recuperábamos nuestra verdadera identidad, esa piel de niño que habíamos dejado colgada en la puerta del colegio. Durante diez minutos, el patio nos devolvía a nosotros mismos mientras nos comíamos el bocadillo de chorizo y hacíamos colas para beber agua.


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