La Voz de Almeria

Tal como éramos

Cuando todos tiraban del carro

En los negocios familiares todos los miembros trabajaban, desde los padres hasta los hijos, por pequeños que fueran

La familia Díaz fue un ejemplo de implicación en un negocio familiar, la barraca con la que empezaron en el Mercado Central.

La familia Díaz fue un ejemplo de implicación en un negocio familiar, la barraca con la que empezaron en el Mercado Central.

Eduardo de Vicente
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El carro fue el medio de transporte de los negocios familiares, el vehículo de la supervivencia del que había que tirar con fuerza para poder comer todos los días. Todo tenía cabida en el carro, desde los sacos de patatas y las cajas de fruta hasta los muebles de estreno y los montones de desperdicios que el basurero iba acumulando cuando pasaba por las casas.

El carro fue el hermano pobre del coche, el rey de los caminos en aquellos años de la posguerra cuando hasta los niños tenían que tirar del carro. Aquellos carros de tres ruedas que se quedaban atascados en el barro en los días de lluvia; aquellos carros tempraneros que cruzaban las calles solitarias de la ciudad a esas horas de la madrugada en las que los tenderos iban camino de la alhóndiga; aquellos carros cargados de pescado que dejaban su estela de mal olor y de agua sucia por donde pasaban; aquellos carros que pasaron a mejor vida el día en que las familias pudieron comprarse el primer coche.

El carro era un elemento aglutinador, una herramienta de trabajo compartida que había que cuidar como si fuera un miembro más de la familia. Entonces todo el mundo tiraba del carro, desde los padres hasta los hijos sin distinción de sexo, aunque fueran menores de edad. Del esfuerzo colectivo dependía la supervivencia familiar. Eso lo saben muy bien los que fueron hijos de tenderos, los que antes de quitarse el pantalón corto y mucho antes de afeitarse por primera vez, empujaban el carro cuando lo traían cargado de la Plaza, los que aprendieron la primera lección de solidaridad arrimando el hombro cuando había que subir una cuesta empinada o cuando el carro se quedaba parado en un socavón.

Era tan intensa la presencia de los carros en la vida comercial que en la calle García Alix, al lado del Mercado Central, existía una parada oficial. Fue una de las últimas paradas de carros que hubo en Almería, tan importante como la que en los años treinta existía en la calle del Obispo Orberá y como la que en la posguerra se estableció en la desembocadura de la calle Real con el Parque.

Las paradas de carros tuvieron que batallar siempre con las quejas de los vecinos afectados, a pesar de que eran tan necesarias como lo pueden ser los camiones o los taxis en la actualidad, en una época en la que los carros tirados con caballerías sustentaban el transporte comercial de Almería.

Los que nacimos en los años sesenta fuimos los últimos que conocimos aquel universo de mulas y carreros, de boñigas y malos olores, de auténtica supervivencia. Por mi calle pasaban los carreros con sus mulas cansadas camino del Mercado Central y de la Plaza de Pavía. Me gustaba sentarme en el tranco y ver el trote temeroso de aquellos animales, parecían bailarinas saltando de puntillas sobre los adoquines del suelo. Los carreros fueron los transportistas de la ciudad hasta hace cuarenta años. Eran una estampa habitual de nuestras calles cuando las mudanzas, la venta ambulante o el transporte de cualquier tipo de material se hacía en carros.

La vida del carrero nunca fue un camino de rosas por la estrecha vigilancia que sobre ellos ejercían los municipales. En marzo de 1942, el alcalde de la ciudad, Vicente Navarro Gay, dictó un bando de obligado cumplimiento para los carreros con bestias. Se les prohibía transitar cargados por el Paseo, atar las caballerías en las fachadas y en los árboles, dar de comer a los animales sin los morrales reglamentarios, y se les exigía llevar tapados los carros que produjeran polvo y los que llevaran basura.

Los carreros formaron parte de nuestra infancia como personajes pintorescos a los que mirábamos con un mezcla de miedo y admiración. Les temíamos por el látigo que llevaban en la mano y su aparente rudeza, nos gustaban por su planta de pequeños héroes, capaces de dominar a las bestias con un gesto o un simple silbido, sin moverse, siempre sentados en un lateral del carro, con las piernas hacia fuera y un cigarrillo medio apagado sobre el labio inferior.

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