Los chalés entre la playa y la vega
Ciudad Jardín fue durante décadas un pueblo con alma rural y orgullo de ciudad

A finales de los años 50 las casas de Ciudad Jardín lindaban con la vega en retirada y los descampados donde jugaban los niños al fútbol.
A las casas de Ciudad Jardín les llamábamos chalés porque comparadas con nuestras humildes viviendas de puerta y ventana nos parecían un lujo, tan ventiladas, tan apartadas del mundo y con aquellos jardines en la entrada que humanizaban la arquitectura del barrio y le daban a la vez un aire de cierta opulencia.
Ciudad Jardín fue durante décadas un pueblo con alma rural y orgullo de ciudad. Para los que vivíamos debajo de la Alcazaba, Ciudad Jardín era una barriada fantasma donde las calles, casi siempre mal iluminadas, se quedaban completamente desiertas cuando empezaba a caer la noche. Daba miedo pasar por allí de noche, como si la vida se escondiera hasta la salida del sol.
Aquel distrito lleno de chalés y jardines quedaba entonces muy lejos de la ciudad porque estaba mal comunicado y mal rodeado. Para llegar allí solo existía un camino oficial, la actual Avenida de Cabo de Gata, que entonces estaba dedicada a Vivar Téllez y era una carretera destartalada donde el tráfico comenzaba a ser un problema. Había otra posibilidad, la de ir al centro por rutas interiores que obligaban a tener que atravesar las peligrosas vías del tren, tal y como hacían los alumnos del instituto.
El entorno de Ciudad Jardín también constituía un obstáculo para el crecimiento real del barrio. Durante décadas, los vecinos tuvieron que convivir con los restos de la antigua vega, que no terminaban de retirarse y le daban al lugar un aspecto rural y decadente. Los grandes beneficiados de los descampados eran los niños y adolescentes que utilizaban las ruinas de la vega para montar sus partidos de fútbol.
Aquel era un mundo de boqueras abiertas a flor de piel, entre la vega y del mar. Junto a las boqueras aparecían los cañaverales donde los niños iban a coger los jopos que ellos mismos convertían en cerbatanas para jugar a las guerrillas callejeras. Con las cañas hacían los arcos y las flechas y con las hojas de las cañas fabricaban barcos que luego echaban a navegar en los días de lluvia por los charcos y las corrientes que se formaban en las calles donde el agua se estancaba, que eran casi todas. Qué impresión de libertad invadía a los niños cuando a la salida del Romualdo de Toledo, el colegio del barrio, atravesaban los charcos con sus botas de agua, sin miedo a empaparse los calcetines.
Cuando el arquitecto Guillermo Langle proyectó las obras de Ciudad Jardín en los primeros meses de la posguerra, sabía que uno de los principales problemas que tendría que solventar era el de las boqueras que formaban parte del paisaje de la nueva barriada. En octubre de 1944, cuando los trabajos habían entrado en su fase definitiva y el barrio era ya una realidad, una tormenta con abundante lluvia provocó la salida del río y que se desbordara la temida boquera ‘de los Caballos’, que circundaba los terrenos de la Ciudad Jardín. Las calles se inundaron con una capa de barro, formándose una corriente de aguas turbias que llegó hasta el camino que iba hasta la fábrica de gas.
En enero de 1945 se empezó la pavimentación de calles y plazas con hormigón mosaico de adoquín, idéntico al pavimento que existía entonces en la Puerta de Purchena, y en junio de ese mismo año la Sociedad Hidroeléctrica del Chorro empezó a instalar el alumbrado eléctrico en las primeras calles habitadas.
A la iglesia, que se había puesto en funcionamiento un año antes, se unió un edificio público fundamental para darle vida al barrio, el de la escuela. En diciembre de 1945 el Ayuntamiento acordó destinar seis viviendas protegidas de la barriada para alojamientos de los maestros destinados al nuevo grupo escolar, y dio el visto bueno al anteproyecto de construcción de un paso subterráneo que uniera la Ciudad Jardín con el centro de Almería por debajo de la Estación del ferrocarril, una obra fundamental que nunca llegó a realizarse.
En diciembre de 1946 la constructora Duarín realizó las obras de construcción de una boquera proyectada para desaguar al mar de la temida boquera de los Caballos con el fin de evitar las inundaciones periódicas que se sucedían en la Ciudad Jardín. Dos semanas después de la conclusión de los trabajos, un nuevo temporal causó graves daños en la boquera de desagüe recién construida, provocando inundaciones.
Los matorrales, las boqueras y las cañas eran un foco de insectos cuando llegaba el calor, pero no perjudicaban tanto a los vecinos como el maldito polvo de mineral que tiznaba las casas de rojo y contaminaban la vida del barrio.
El polvo férrico era un temible enemigo que se posaba en las fachadas con voluntad de quedarse, se colaba por las rendijas de las puertas y las ventanas y echaba a perder la ropa recién tendida en las azoteas. Los vecinos no ganaban para cal y hasta la iglesia de San Antonio presentaba un aspecto fantasmagórico con la torre cubierta de mineral. El día que decidieron limpiarla tuvieron que ir los bomberos con las mangueras de máxima potencia para devolverle el color a la iglesia con la fuerza del agua.