La caída de las tiendas familiares
Desaparecieron las lecherías, los talleres de bicicletas, los futbolines de barrio

La Plaza Careaga en los años 60 cuando aún se mantenía abierta la lechería que vendía leche fresca a diario.
Hay calles donde ya no queda ningún negocio y donde cada año van quedando menos vecinos, sustituidos ahora por turistas. Calles del casco histórico que han ido perdiendo esa identidad de poblado que le daban las familias que lo habitaban y los pequeños comercios que las iluminaban.
En la calle Arráez, donde yo nací, la vida se quedó apagada cuando cerró la última tienda. En los buenos tiempos llegó a tener dos establecimientos de comestibles, una sastrería, una imprenta con su papelería, un colegio y hasta una tienda de discos. Eran los años setenta y la calle tenía vocación de avenida cuando el Ayuntamiento funcionaba a toda máquina y la calle de Mariana, hoy huérfana de negocios, era también un enjambre de prósperos comercios. Cuando el último negocio cerró sus puertas a la calle Arráez le cambió la vida y se fue quedando sin voz. Hoy da pena cruzarla por la tarde porque ya no existe la vida vecinal ni esa tienda de referencia donde pasaban a diario todas las inquietudes del barrio.
A lo largo de los últimos cincuenta años han ido desapareciendo los comercios familiares, aquellos bazares de subsistencia donde las familias, a base de sacrificio, iban levantando su vida, labrando un futuro que en muchos casos culminaba con la vieja aspiración de darle una carrera a los hijos.
Entre los negocios que ya no existen estaban las lecherías, pequeños establecimientos donde se despachaba la leche fresca que traían los lecheros desde los establos de Los Molinos y de la Vega. La calle de la Almedina tenía su lechería, y había otra en la Plaza Careaga, que entonces olía a leche y a sudor infantil. En la prolongación de la calle Infanta estaba la lechería de Encarna Ruiz Galdeano. Recuerdo las tardes de invierno, cuando tapado hasta los ojos, bajaba por la cuesta de la mano de mi tía llevando una de aquellas cacharras metálicas que entonces se usaban para la leche. Me gustaba contemplar aquella liturgia cuando la tendera iba esparciendo, con una medida, la leche sobre las cacharras. Cada movimiento iba dejando el rastro del olor denso de la leche auténtica. Después llegó la leche Puleva, que fue la primera leche envasada que se vendió en Almería y los viejos despachos de barrio se fueron quedando arrinconados.
Ya no existen tampoco los talleres de bicicletas. En cada barrio de Almería había al menos un taller donde un mecánico grasiento con un mono azul te deja la bici nueva por diez duros. Todos pasábamos tarde o temprano por el taller, aunque solo fuera a darle viento a la bicicleta. En todos los talleres tenían la bomba reglamentaria del aire, aquel artefacto primitivo y manchado siempre de grasa que tenía dos plataformas laterales para poder apoyar los pies en el momento preciso.
Al taller acudíamos también cuando se salía la cadena y no acertábamos a ponerla en su sitio, cuando se aflojaban los frenos y teníamos que afrontar el calvario de un pinchazo, un percance muy frecuente en la Almería de hace cincuenta años, sobre todo en las calles donde no había llegado todavía el adelanto del asfalto.
Al taller íbamos a por grasa para los cojinetes de las patinetas y cuando el balón de reglamento se desinflaba y corríamos a darle viento con el miedo metido en el cuerpo ante la posibilidad de que el maestro nos dijera que se había pinchado, que aquello no tenía solución, que nuestro querido balón había pasado a mejor vida.
Recuerdo, que en el casco histórico de mi infancia sobrevivían aún algunas imprentas que perfumaban las calles con el olor de los libros. En mi calle estaba la imprenta de la papelería Roma, en la calle Eduardo Pérez resistía la imprenta de Carmelo Ortiz y en la Plaza de Bendicho la del maestro Bretones. Todas sucumbieron al paso del tiempo, como también lo hicieron los salones de juegos recreativos, aquellos futbolines que marcaron la educación de muchos aspirantes a adolescentes en las horas robadas al colegio. A los futbolines íbamos a jugar, a fumarnos los cigarrillos a escondidas y sobre todo, a compartir la rebeldía propia de aquellos tiempos cuando el mundo estaba cambiando de verdad. Los futbolines eran pequeños paraísos donde los muchachos se refugiaban de la disciplina de la familia, del colegio, del trabajo y penetraban en un pequeño cosmos donde reinaba a sus anchas ese espíritu de camaradería y complicidad que tanto necesitaba la juventud de entonces.
Desaparecieron los futbolines como también se pasaron de moda los portales donde vendían y cambiaban novelas y tebeos y las viejas mercerías de barrio donde nos mandaban a los niños a comprar bobinas de hilo, agujas, botones y cremalleras para volver a darle vida a aquellos pantalones que tenían que ser eternos.