El Corpus y los niños de Dios
Dios habitaba en cada uno de aquellos niños que salían en procesión vestidos de comunión

El niño Simón Ruiz encabezando la procesión del Corpus de su pueblo, Carboneras, seguido de los que habían hecho la Primera Comunión, perfectamente uniformados
Dios habitaba en cada uno de aquellos niños que salían en procesión vestidos de Primera Comunión. Dios estaba presente en aquellos rostros que eran el paradigma de la inocencia, en aquellas miradas todavía limpias, en aquellos trajes y en aquellos vestidos que las madres planchaban arruga por arruga para que lucieran espléndidos ante la mirada del todopoderoso.
Los niños de antes creíamos que Dios lo veía todo, pero a veces lo traicionábamos y nos ganábamos el infierno a gorrazos. Nos gustaba pensar que como era tan bueno, como ponía la otra mejilla y sabía perdonar, no tendría en cuenta nuestros pecados, que al fin y al cabo no pasaban de ser pequeñas escaramuzas de supervivencia: mentíamos frecuentemente, cogíamos lo que no era nuestro, nos dejábamos llevar por el deseo carnal, faltábamos a misa constantemente. Vivíamos en un idilio permanente con el pecado, pero el día del Corpus, aquella tarde que salíamos vestidos de Comunión y parecíamos ángeles auténticos, saldábamos todas las deudas pendientes que teníamos con Dios y empezábamos de nuevo luciendo un espíritu inmaculado.
Salíamos en la procesión convertidos en santos y siempre nos cruzábamos con alguna vecina que nos conocía bien y que en voz baja pensaba y decía aquello de “quién te ha visto y quién te ve”. Era una sensación extraña para un niño callejero transformarse de pronto en un heraldo de la virtud y así recorríamos las calles saludando a los conocidos con gesto de no haber roto nunca un plato, tocados por la mano de Dios.
El Corpus era un día especial de verdad, no solo porque viniera marcado en rojo en el calendario y nos librara del colegio, sino porque representaba un cambio de ciclo: la llegada del verano con ese poder de transformarlo todo que tenían los veranos cuando eras niño. Todos salíamos cambiados del verano.
Para los niños de hace cincuenta años, el Corpus era también un ensayo de las vacaciones que estaban a la vuelta de la esquina, un estallido de vida, un gran espectáculo que llenaba las calles de emociones y transcendía de lo religioso. Para muchos de nosotros, la presencia de Dios estaba más en la ilusión por estrenar las sandalias nuevas, en esa emoción infantil de un jueves sin colegio, que en la imagen de la santa custodia que los adultos paseaban encima del trono y que nosotros no entendíamos muy bien porque no tenía rostro.
Si cada ocho de diciembre, festividad de la Purísima, marcaba el comienzo de la Navidad en Almería, en nuestras calles y en los comercios, el jueves del Corpus nos abría de par en par las puertas del verano. La ropa blanca, la sandalias relucientes de betún, abandonaban la cautividad del invierno y amanecían encima de la silla del dormitorio esperando a que los niños nos vistiéramos de gala.
El Corpus nos aceleraba el corazón como ninguna otra fiesta. Eso de disfrutar de un jueves sin colegio era un regalo que nos dejaba huella, ya que después de aquel descanso la escuela se nos hacía más insoportable y empezábamos a contar con los dedos los días que nos faltaban para las vacaciones. La magia de aquella fiesta era que en veinticuatro horas nos cambiaba el ritmo de nuestra vida cotidiana. Nos poníamos los pantalones cortos, dejábamos de tener clases por la tarde y la vida nos regalaba una sinfonía de atardeceres infinitos con las calles y las plazas llenas de juegos y de niños.
Aquellos chiquillos tocados por un halo de santidad que salían desfilando vestidos de Comunión no tardaban en volver a la realidad de la calle y del pecado. Era algo automático, nos quitaban el traje y volvíamos a meternos en esa piel de pillos que era la que mejor nos sentaba y en la que mejor nos movíamos, aunque le estuviéramos fallando al Señor.
En realidad, nos habíamos acostumbrado con absoluta naturalidad a vivir entre Dios y el demonio, siempre con un pie en el cielo y otro en el infierno, y esa dicotomía nos causaba cierta inquietud porque éramos conscientes de que cada vez que salíamos a la calle a jugar con los otros niños hasta los bolsillos se nos llenaban de pecados.
La solución para llevar de la mejor forma posible el temor a Dios era respetarlo en sus territorios, que eran los templos, la escuela y la casa, y no tenerlo demasiado en cuenta cuando estuviéramos jugando en la calle. En el colegio lo teníamos tan presente que el crucifijo y la imagen de la Virgen formaban parte del decorado.
Fuimos la generación de las flores a María en las tardes de mayo, de las huchas del Domund con las que había que salir a pedir por las calles, porque la caridad nos unía a Dios según nos decía el maestro de religión y los curas que de vez en cuando aparecían por el colegio para poner a prueba nuestros conocimientos de teología. “¿Dónde se encuentran las principales verdades que debemos creer?”, nos preguntaba el sacerdote. Y la clase, a coro, contestaba. “Las principales verdades que debemos creer se contienen en el Credo”, y a continuación recitábamos de memoria la oración sin saber muy bien que querían decir todas aquellas frases que íbamos cantando a coro.