La Voz de Almeria

Tal como éramos

Lo de venir educados de casa

La educación que recibías en tu casa hacía más fácil la tarea de los maestros en la escuela

Los colegios religiosos como el de las Jesuitinas tenían fama de recibir una estricta educación en valores morales.

Los colegios religiosos como el de las Jesuitinas tenían fama de recibir una estricta educación en valores morales.

Eduardo de Vicente
Publicado por

Creado:

Actualizado:

En:

Vivimos en una época donde es corriente escuchar las quejas de muchos maestros por la falta de disciplina de los alumnos que llegan a los centros sin haber recibido en su casa la educación necesaria para poder avanzar con éxito en el proceso de aprendizaje no solo de concomimientos, sino también de valores morales.

Tan importante como que un niño tenga aptitudes para estudiar es que llegue a la edad escolar preparado para aceptar esa disciplina que es imprescindible para poder seguir avanzando y que empieza por entender que la figura del maestro equivale en un aula a la del padre o de la madre dentro de la familia.

Aquello de venir educado de casa, que era una máxima hace cincuenta años, ahora no se cumple en muchos casos. De poco sirven los esfuerzos de los profesores si los alumnos no llegan a las aulas con esa base sólida que deben de ir adquiriendo desde la primera infancia dentro del núcleo familiar. Un niño que no respeta a sus padres no podrá después ni respetar al maestro ni aceptar el principio de autoridad.

Los niños de antes, en un porcentaje elevado, llegábamos a la escuela con una lista de valores asumidos que nos habían ido inculcando desde que empezábamos a pronunciar las primeras palabras. Se llegada a la escuela educado de casa y teniendo muy claro que el colegio era una continuidad de tu entorno más cercano y que el maestro merecía el mismo respeto que cualquier miembro de tu familia.

Llegábamos al aula con una idea que no admitía dudas: el maestro siempre tenía razón y la llevábamos al límite de tal forma que a casi nadie se le ocurría decirle a su padre que le había pegado el maestro porque sabía que se exponía a un castigo doble. Si el profesor te ponía de rodillas o te daba unos palmetazos es porque te los habías merecido, pensaban los padres, por lo que cuando recibías un correctivo lo mejor que podías haces era aceptarlo con estoicismo y no contarlo después porque la condena podía ser más dura.

La educación que recibías en tu casa hacía más fácil la tarea de los maestros. Uno de los valores fundamentales era el de la obediencia. Desde pequeños nos enseñaban que a tu padre o a tu madre nunca se le llevaba la contraria, que había que acatar sus decisiones aunque creyéramos que no llevaban razón porque ellos lo único que buscaban era lo mejor para nosotros. Si en tu casa te enseñaban a obedecer no tenías después ninguna dificultad para tenerle el mismo respeto al maestro.

En tu casa te inculcaban también el valor de la puntualidad. Había padres estrictos que te recordaban una y otra vez la frase “que nadie te tenga que esperar” y la asumíamos como una norma para el resto de nuestra vida. Aquél que fue puntual en la infancia lo siguió siendo el resto de su vida. Otro pilar fundamental en la educación de aquellos tiempos era el del cumplimiento del deber. Crecimos escuchando la frase “la obligación es antes que la devoción”, una máxima difícil de aceptar cuando eres niño porque cómo nos convencían de que era más importante hacer la tarea que irnos a la calle a jugar. Aunque en nuestro interior no lo llegáramos a aceptar del todo, nos educaban para que supiéramos hacer frente a las obligaciones para que una vez realizadas pudiéramos disfrutar con más libertad de nuestro tiempo libre. “De aquí no sales hasta que no termines los problemas”, nos decían y no nos quedaba otro camino que agachar la cabeza y resolver aquellas malditas cuentas mientras que a lo lejos escuchábamos las voces de los otros niños que habían empezado a jugar.

Veníamos educados de casa donde nos enseñaban también el verdadero valor de las cosas. Nada te caía del cielo entonces. Si queríamos que nos dejaran ir a la playa con los amigos o llegar un poco más tarde nos lo teníamos que ganar. Sabíamos que si durante el curso el esfuerzo había sido importante después obtendríamos nuestras recompensas, que pasaban por un verano tranquilo lleno de juegos, amigos y diversión. Por contra, si te suspendían ya sabías que estabas condenado a estudiar y en muchos casos, lo que era más temible aún, a ingresar en una de aquellas academias de verano donde iban a parar los malos estudiantes.

Llegabas a la escuela con seis años y lo hacías sostenido por unos pilares que se habían ido levantando poco a poco desde que empezaste a comprender el lenguaje mientras apurabas los últimos biberones de la infancia. Aquella educación que uno recibía en su casa era tan sólida que te servía ya para afrontar el resto de tu vida. Eran valores incuestionables que se te quedaban grabados a fuego. Después, en el colegio, todos aquellos valores que ya traías se iban desarrollando y adaptándose a las exigencias del grupo mientras que tu primer maestro o tu primera señorita te enseñaba a leer y a escribir y te recordaba que tan importante como sacar un sobresaliente era respetar al compañero que tenías al lado.

tracking