Los hijos de ‘la juventud baila’
Se bailaba en las cocheras, en las discotecas, en las casas sin padres, en los institutos

Local frente al cine Moderno donde se organizaban fiestas los fines de semana a comienzos de los años 80. El decorado era de ‘lujo’.
Fuimos los adolescentes de ‘Aplauso’ y de ‘La juventud baila’, míticos programas que los sábados por la tarde emitían por la única cadena de TVE que podíamos ver los almerienses. El sábado era el día elegido porque era el único día verdaderamente festivo de la semana aunque no estuviera marcado en rojo en el almanaque.
La fiesta del sábado la llevábamos por dentro, era un sentimiento compartido por los jóvenes de una época en la que el domingo, sobre todo por la tarde, era como un lunes disfrazado. El día grande era el sábado, el día de la fiesta y del baile, el día de quedar con la pandilla y de cumplir con las expectativas que se habían ido amasando durante la semana. Por eso echaban por la tele aquellos programas de ocio, para que la juventud se contagiara del ritmo y saliera a darlo todo en cada uno de los escenarios que se nos presentaban cuando salíamos de fiesta.
A finales de los años setenta, cuando parecía que las discotecas empezaban a decaer, aquellos programas de música de televisión y el impacto de la película ‘Fiebre del sábado noche’, le regalaron una segunda edad dorada a todos aquellos locales nocturnos que tanta fuerza llegaron a tener a comienzos de la década.
Se bailaba en las discotecas, en las cocheras, en los locales vacíos, en las casas particulares cuando no estaban los padres presentes y en los patios y en los salones de actos de los institutos y de la Escuela de Magisterio.
Los bailes caseros tenían entonces un perfume especial, una atmósfera hecha a medida. Siempre encontrábamos a algún amigo que tenía vacía la casa de la abuela o la cochera del padre y mientras se alquilaban o se vendían eran utilizadas para organizar las fiestas del fin de semana. Eran fiestas artesanas donde todo se organizaba sobre la marcha, desde comprar las bebidas y montar el decorado hasta buscar a las niñas, que era lo más importante y a la vez lo más complicado.
Se juntaba un grupo de amigos, ponían veinte duros cada uno y se iban al supermercado más barato a comprar las botellas de ginebra ‘Lirios’ y el whisky más barato que hubiera. No podían faltar las coca-colas de litro ni las fantas, ni las cervezas, ni las bolsas de patatas fritas ni los frutos secos, ni las gominolas. El sábado por la mañana se hacía la compra mientras que otros se dedicaban a montar el decorado del local para que las paredes no estuvieran desnudas y se creara un ambiente confortable, propicio para la camaradería y para el ligue. La escenografía casi nunca resultaba ser una obra maestra: un juego de banderas de papel y guirnaldas para darle ese toque festivo y unos cuantos pósters para hacer la sala más acogedora; lo mismo servía un póster del Che Guevara que una foto del Cabo de Gata para tapar el desconchado de la pared.
Ni las bebidas, ni la música ni el decorado eran tan importantes como la presencia de las niñas. En organizar esta tarea se iba casi toda la semana. Solíamos recurrir con frecuencia a alguna compañera del instituto que tenía un grupo de amigas de su barrio y procurábamos siempre calcular con pulcritud que el número de niñas superara el nuestro.
Qué momentos tan emocionantes cuando unos minutos antes de la fiesta veíamos aparecer a las muchachas, era una emoción que se multiplicaba por dos si no las conocías, si eran debutantes. La novedad fue siempre una motivación extra.
Cuando no éramos nosotros los que organizábamos los bailes teníamos la opción de las fiestas que se pusieron de moda en aquellos años en los institutos para recaudar dinero de cara al viaje de estudios de los alumnos de Tercero de BUP. A veces se contrataba a un conjunto y otras, la mayoría, se recurría al equipo de música que solía ser más barato. El ‘Masculino’ de Ciudad Jardín, el ‘Mixto’ de Los Molinos y el Celia Viñas se convertían en grandes escenarios con cientos de jóvenes que compartían aquellos bailes que terminaban a las diez de la noche, si antes no los dinamitaba alguna pelea. En aquel tiempo tan agitado, donde la delincuencia juvenil empezó a pegar fuerte, se corría el riesgo de que se colaran dos o tres elementos de fuera dispuestos a armar bronca y a que la fiesta terminara a puñetazos. Entonces no existía la figura del guardia jurado y la única vigilancia era la que ofrecían los propios profesores que tenían que asistir obligados al baile.
Aquellas fiestas de instituto eran la mejor alternativa para los que no teníamos ni edad ni dinero para ir a una discoteca de Aguadulce, que eran las que estaban de moda. Salíamos con las alforjas medio vacías, con el dinero justo para la entrada y tomarnos algo después.
Nosotros, la generación de ‘Aplauso’, los adolescentes de la fiebre del sábado noche y del ‘travoltismo’, éramos hijos de la austeridad y rehenes del horario que no nos permitía llegar más tarde de las once de la noche, aunque fuera sábado y el corazón nos pidiera que no se acabara nunca la fiesta.