La Voz de Almeria

Historias de Almería

Los 16 hijos de Gaspar el Salivilla

Gaspar se escapó con Encarna de apenas 15 años a Málaga para provocar una boda que se celebró en 1949; el linaje continua en Garrucha con 22 nietos, 20 bisnietos y tres tataranietos

Imagen de la familia cuando aún no habían nacido todos los hijos.

Imagen de la familia cuando aún no habían nacido todos los hijos.

Manuel León
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En Garrucha, donde los embates de la mar -femenina siempre, al menos allí- no descansan ni de día ni de noche, vivían -viven aún, aunque de otra manera- los Salivillas, una parentela tan caudalosa que cuando bajaban juntos a la playa los domingos parecía la excursión de un colegio. Los Salivillas fueron -con permiso de la Papa frita de Cuevas (20 hijos paridos)- una de las proles más numerosas de la provincia: 16 hijos. La capitana del barco era Encarnación Palenciano Soler, la Cukay, quien, dedicó su vida a lavar pañales a mano y a ungir platos de papas con huevo cada día para la legión de infantes que tenía pensionados en la casa; al progenitor, Gaspar Martínez García -Salivilla por lo mucho que escupía o quizá porque era chiquitillo además de pescador bolichero a remo- la mar le enseñó lo que no aprendió en la escuela y cuando fue cabeza de familia tuvo claro que con sal en las manos y sudor en la frente se criaba mejor a los hijos que con libros de psicología. Decían los vecinos de la época -años 50 y 60- que cuando no se oía jaleo por su calle es que algo raro pasaba, porque una familia numerosa, en ese lejano tiempo garruchero, no era solo una casa llena de gente, era un latido constante como el morir de las olas frente al Malecón.

Esa calle primitiva de los Salivillas era la de Las Cruces, al lado de la tienda de ultramarinos de Lola y Teresa. Era una casita proletaria con dos dormitorios donde tenían que dormir más de una docena de críos más los padres, algunos arregostados a los pies o en el cabezal del camastro como gatillos y al lado dos cunitas para los benjamines. A veces, a la hora del almuerzo, como la mesa se llenaba, comían en el suelo con una servilleta extendida, uniéndose niños vecinos como los Pereira, los Pelotas, Jerónima la Betorda, Antonio el Lentao, los Morillos o los del Porche.

Siempre olía a comida en ese hogar y la madre nunca se quitaba el delantal perpetuamente manchado de harina dando instrucciones a cada uno de los retoños. A veces faltaba la carne, pero nunca las risas y la rivalidad por ver quién mojaba más pan en el caldo. No había abundancia pero sobraban los abrazos y los coscorrones y las paredes estaban marcadas por dibujos infantiles, por medidas de estatura rayadas con lápiz y fotos colgadas con chinchetas donde se veían celebraciones de bodas, bautizos y comuniones familiares. Cada espacio de esa casa de los Salivilla contaba una historia, cada mueble tenía una cicatriz, cada rincón un recuerdo. Después, la familia cambió de barrio pero no de pueblo marinero: emigraron a la calle Moratín, cerca del Pimentón, donde los niños fueron creciendo y los autores de todo ese despliegue genético, envejeciendo.

La historia de esta fértil saga, que nos trae ecos de las tribus del Antiguo Testamento, principió en 1949 cuando se casaron Gaspar y Encarnación en 1949, él con 26 años y ella con 19. Lo hicieron por el método antiguo, a las bravas, escapándose primero para provocar la boda a Málaga, donde él tenía un hermano viviendo. Los hijos empezaron a llegar como un torrente, uno detrás de otro, todo un reto para los Reyes Magos: Angela Miguel, Gaspar, Lázaro, Alonso, Beatriz, Juan, Encarna, Tomasa, Pedro, José y Francisco, junto a cuatro que murieron de pequeños, algunos de diarreas: Juan, Mari Carmen, Lázaro y Alonso. En total 16 partos, atendidos por María, la comadrona del pueblo, en el catre familiar, quien llegaba pertrechada de trapos, palangana y una calma casi sagrada, mientras Gaspar fumaba tabaco de liar en la puerta del dormitorio esperando el llanto de su nuevo vástago; 16 nacimientos que les valió a los Salivilla el Premio de Natalidad que concedía Franco. Tuvieron que ponerle hojas suplementaria al libro de familia. En ese tiempo, que ahora nos parece tan remoto, aparecían Salivillas por todos los rincones de Garrucha, unos jugando al fútbol en el Vista Alegre o en el Salar, otros por el muelle, husmeando el pescado, esperando el padre que desembarcaba con la boina calada, con un cigarrillo en los labios y un rostro lleno de cicatrices por el sol, la luna y el vino; ellas, las hijas, quizá aprendiendo a bordar o ayudando a fregar los platos o paseando por las calles de abajo de la villa.

Porque así eran las familias numerosas -antes de que una familia de tres hijos fuese considerada numerosa-: desbordadas, ruidosas, entrañables, dando muestra de que la abundancia verdadera no siempre se mide en cosas sino en personas.

Se ve la estirpe de los Salivillas en la foto de arriba de Pepe Forteza; se ve al padre con el rostro arrugado por tanto golpe de mar; se ve a Miguel, a Gasparín, a Lázaro, casi rapados para evitar las liendres; se ve a Angela, la mayor, sonriendo, a Beatriz, de buen año, a Alonso a su lado y a la madre con abrigo de invierno, con Juan en los brazos y con Encarna en el vientre. No habían nacido todos aún, en esa foto antigua. 

Han pasado los años y la semilla de los Salivillas de Garrucha se ha ido expandiendo como las tribus de los hijos de Abraham, de Isaac y de Jacob; siguen estando presentes en cada rincón de Garrucha, como pescadores, albañiles, constructores de barcos, acrecentando este linaje de fértiles asalariados del Levante almeriense. El padre murió a los 68 años con las dos piernas cortadas por mala circulación y la madre más tarde, con 83. Pero además de en sus numerosos hijos, su simiente vive también en una ristra de 22 nietos, 20 bisnietos y tres tataranietos, todos tatuados con la marca made in Salivillas.

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