Almería: tres historias de amor (y una de desamor)
Una pareja que no volvió a verse; un boticario y su mujer; una taquillera; y un crimen de amor

Angel Herráiz Comas y Victoria Pradal Gómez, en una playa de Almería, en 1934.
Angel Herráiz y Victoria Pradal se vieron por primera vez en el Parque, donde llevaban a jugar a sus hermanos menores. Charlaban y charlaban por las tardes y en un baile de carnaval, él se le declaró. Iniciaron ahí, en esa Almería de los años 30, una historia de amor que duró toda su vida, una vida que no compartieron pero donde aleteó siempre la imagen del ausente; una imagen tierna como la de esa tarde de invierno de 1934, recién prometidos, con los pies sobre la arena de la playa; el, con un abrigo de tres cuartos mirando al retratista anónimo; y ella, dichosa, con la boca abierta, con los ojos buscando los de su compañero, reclinada sobre su pecho. Se casaron el 20 de julio de 1935 en la Audiencia Provincial y tuvieron un hijo y una hija, que se llamaron como ellos mismos. Él era vista aduanas y ella, la hija del funcionario municipal Gabriel Pradal y hermana del diputado socialista del mismo nombre. Eran tiempos revueltos que se neutralizaban con ese amor de recién casados que se tenían. Él se afilió al Partido Radical Socialista, con sede en el Café Colonial y después al Partido Comunista. Cuando estalló la Guerra, se alistó en las milicias republicanas y cuando ya estaba todo perdido, a comienzos del 39, tuvo que huir dejando atrás ese amor correspondido y a dos niños pequeños. Antes de partir en coche de noche hacia Alicante, se despidió de su esposa a quien nunca más volvió a ver. Angel pasó al norte de Africa en una barca y de allí marchó a Rusia de donde nunca regresó, aprendió ruso, convirtiéndose en traductor de las obras de Máximo Gorki y enviando regalos clandestinos a su familia.
Victoria falleció en 1972 sin haber vuelto a tener ninguna relación, recordándolo cada día y cada noche, durante más de 30 años, a aquel muchacho a quien conoció bajo la fronda del Parque y a quien besó por primera vez en una platea del Cervantes con una máscara de carnaval.
Carolina Yebra y José Sánchez se conocieron en Alhabia a principios del siglo XX, en un viaje que hizo ella con su padre a ver unos parrales de su propiedad. Carolina tenía poco más de veinte años y había desdeñado a múltiples pretendientes desde su puerta de largo -con un traje de seda que aún se conserva en el Museo de Terque- que llevaba puesto en los Juegos Florales de la Feria de 1903, en los que estuvo presente como orador Miguel de Unamuno.
Esa mañana entró en la farmacia del pueblo a comprar jarabe y allí estaba el joven boticario del que ya nunca más se separó. Había estudiado en la Compañía de María, Carolina, y dejó la ciudad, sus amigas, sus padres, dejó todo por el amor de José, con el que se casó en 1906 y con el que vivió el resto de su vida en Alhabia, rodeada de seis hijos. Al morir su esposo siguió regentando la farmacia hasta que quedó ciega y murió en 1959. Nunca sonaron las campanas del pueblo con tanta fuerza como ese día. Su hijo Francisco, años después, inmortalizó el amor de su madre en una estatua de alabastro a su imagen y semejanza, que flota desde entonces enfrente de la botica donde le despacharon aquel jarabe que le cambió la vida.
Isabel y Manuel se conocieron a través de un agujero. Isabel era la taquillera del Cine Español de Garrucha. Era un cine que antes fue teatro y que el empresario Antonio González compró en 1944 para convertirlo en cine. Tenía sus plateas, su escenario y todas las cosas que tenían los teatros. Isabel era la taquillera y su hija. Noches y noches vendiendo las entradas a los espectadores desde la mesa de la taquilla, noches y noches cortando los tiquets para los clientes con los que accedían a la sala a ver las películas de la época.
La primera vez que Isabel se metió en la taquilla fue con la película Eloísa está debajo de un almendro. Había algunas que se prohibían sobre la marcha por la censura, como fue el caso de Gilda. La mayoría de los clientes eran conocidos por la taquillera, amigos, vecinos, gente de Garrucha y de pueblos cercanos, que se acercaban al agujero de la taquilla y decían “Isabel, dos de gallinero” o “Isabel, tres de platea”. Una tarde de domingo de 1963 se asomó un rostro que no había visto nunca, un forastero de ojos azules que había llegado de Málaga al pueblo a trabajar en la pesca, que, con acento muy andaluz, le pidió una entrada y le preguntó el precio: “Son cinco pesetas”, le contestó. Él le entregó una moneda de 50 pesetas y esperó el cambio que nunca llegó. “No tengo cambio, al finalizar la película pásese y se lo doy”. A él se le olvidó y al domingo siguiente fue a reclamar lo que era suyo y a ver una nueva película. Así fue como Isabel, con esa triquiñuela -sí tenía cambio- se aseguró ver de nuevo a aquel galán de cine con el que unos años después se casó, con el que tuvo dos hijos y con el que vivió por el resto de su vida.
Adriana García y Emigdio Nieto compartieron amores destemplados durante poco más de un año. Ella tenía apenas 18 años y era un bellezón de la época, una de las siete hija del concejal de la ciudad, Antonio García Martos. Él, de 22, era un disperso estudiante de medicina en Granada, hijo del galeno y diputado de Unión Patriótica Emigdio Nieto. Ella no soportaba un novio a distancia y rompió con él por carta, unas letras breves que le llegaron a Emigdio al buzón de la pensión granadina donde se hospedaba. Se sintió herido, despechado e hizo por verla en la glamurosa verbena del Casino en la víspera del Día de Santiago de 1926. Más de 300 invitados abarrotaban la terraza bajo los compases de la orquesta, con ponches y sangría llenando la barra del ambigú. Emigdio, con seis chatos de vino en el cuerpo, se murió de celos cuando vio a su exnovia bailar con otro gallo. Su vanidad donjuanesca había quedado herida.
Marchó a su casa Emigdio, abrió la cómoda y extrajo el revólver de su progenitor. Volvió a la verbena y avanzó enloquecido hasta donde se encontraba sentada Adriana con un vestido blanco y un mantón de manila en los hombros. Disparó a bocajarro a su amada, con toda la furia de un borracho, con los ojos desorbitados, hasta que cayó al suelo en un charco de sangre. Fue conducida a la Casa de Socorro donde murió a los pocos minutos por la hemorragia.