La Voz de Almeria

Almería

Los veranos de los helados de la calle Mariana

Hace 40 años el verano empezaba cuando Adolfo ponía en marcha su heladería

Adolfo elaborando los helados con su familia en la fábrica que tenía en la calle Alborán.

Adolfo elaborando los helados con su familia en la fábrica que tenía en la calle Alborán.

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Hubo un tiempo en el que las estaciones no las mediamos por el calendario, sino por las sensaciones. Hace  cuarenta años había dos otoños, el que entraba el 21 de septiembre, y el que nos invadía cuando empezaban las clases en el colegio, en esas primeras semanas de septiembre en la que la cotidianidad del curso y la desesperanza de volver a las aulas nos dejaban  destemplado el corazón y nos marchitaban las últimas hojas de las emociones vividas en el último verano.


En aquel tiempo los inviernos echaban a andar cuando se cruzaba la frontera del día de los Difuntos y reestrenábamos los jerseys y los abrigos que habíamos olvidado en el fondo del armario. Aunque hiciera  buen día ya teníamos la ropa de abrigo esperándonos perfectamente ordenada sobre la silla del dormitorio, y uno tenía entonces la sensación de que éramos nosotros, con nuestro afán de prevenir, los que convocábamos al frío antes de tiempo.



También llegaba de forma anticipada el verano. Los veranos de mi infancia empezaban en abril, cuando veía pasar por la puerta de mi casa, en la calle Arráez, a Adolfo Hernández y su cohorte de colaboradores camino de la calle de Mariana. En esos días próximos a Semana Santa, el heladero empezaba a preparar el local y una semana después abría sus puertas para llenar de actividad la calle. Cuando Adolfo abría el negocio nos subía la temperatura del alma y empezábamos a contar los días que faltaban para terminar las clases. Llegaba el mes de mayo y las tardes se alargaban tanto que cuando veníamos de la escuela teníamos tiempo de sobra para hacer la tarea mientras escuchábamos de fondo las voces de las corridas de toros que echaban por televisión.



Merendábamos, rematábamos los deberes y nos íbamos a la calle a jugar con la esperanza de que la noche no llegara nunca y que a nuestras madres se les olvidara que estábamos fuera, asilvestrados, dejando correr el niño callejero que llevábamos dentro. A veces, cuando después de un rato de balón caímos rendidos sobre los trancos, teníamos la recompensa de uno de aquellos polos de peseta que vendía Adolfo. Nunca he tenido claro si los polos eran de calidad suprema o es  que para nuestro humilde paladar callejero cualquier dulce era un manjar. Pero lo cierto es que muchos de nosotros nunca llegamos a disfrutar tanto como con aquellos polos baratos a los que podíamos aspirar, en una época en la que comprarse uno de vainilla de dos pesetas era un lujo inalcanzable. Cuánto poder evocador tienen los aromas y que capacidad de seducción cuando uno es niño. Y de que manera temblábamos cuando al aproximarnos a la calle de Mariana nos invadía el perfume del turrón y de la leche merengada. Muchos de nosotros atravesamos los veranos de nuestra infancia con la ilusión de los polos de Adolfo y la esperanza de poder ir por la noche a la terraza del cine Moderno. Qué poco necesitábamos para tenerlo todo: unas horas de libertad para jugar en libertad; una peseta en el bolsillo para comprarnos el polo, y la tranquilidad de mirar al horizonte y tener la certeza de que al día siguiente tampoco tendríamos que ir a la escuela.


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