Diego Hernández es nombrado nuevo diácono permanente
Con cincuenta y dos años, trabajador de Surbús, casado y con dos hijos, Diego Hernández ha accedido a este cargo eclesial

El obispo Gómez Cantero junto a Diego, que estuvo acompañado de su mujer María Luisa y sus hijos Diego y Alejandra.
Esta es la crónica de una revolución silenciosa. Se llama Diego Hernández Expósito, tiene 52 años, es scout, está casado con María Luisa y tiene dos hijos adolescentes: Diego y Alejandra. Podría ser el perfil de cualquier padre de familia de no ser porque, desde el 15 de marzo, Diego tiene una misión especial: servir en la parroquia Jesucristo Redentor cuando se lo permita el horario laboral en Surbús, la empresa donde trabaja, y la atención a su familia.
Pero, ¿qué es un diácono? ¿Qué significa permanente? ¿Qué hará Diego? El origen es por una queja. Una protesta. Una situación sobrevenida. Carga de trabajo. Son los apóstoles, hace dos milenios, quienes se ven obligados a crear una nueva figura dentro de la naciente Iglesia porque los cristianos de origen helenista decían que sus viudas no estaban bien atendidas en la distribución de alimentos. Como precisaba en la homilía Antonio Gómez Cantero, obispo de Almería, los apóstoles reconocen esta realidad concreta, pero admiten que ellos no tienen tiempo para anunciar el Evangelio, predicar, y dedicarse, al mismo tiempo, a gestionar la caridad.
Diácono Surge así el grupo de los siete, el diácono, los siete varones justos que se encargarían de los más pobres, como se esboza en los Hechos de los Apóstoles. Pero pronto, recordaba Gómez Cantero, los diáconos aumentaron sus funciones. Y empezaron a predicar. Y a bautizar. Y a liderar grupos. Y a tener cargos (“San Calixto I fue elegido Papa siendo diácono”, decía el obispo). Así fue durante cuatro siglos, pero en el quinto la Iglesia cambia el rumbo y decide que el diaconado debía ser una fase previa a la ordenación sacerdotal. Y aunque ha habido intentos de reactivar su ministerio, aún hoy es una figura incomprendida, infrautilizada y con un gran potencial en la estructura de la Iglesia.
Diego Hernández no podrá impartir la bendición eucarística. Tampoco podrá confesar ni dar la unción de enfermos. No podrá consagrar el pan y el vino para pedir la conversión en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Sin embargo, sí tiene autoridad para conservar y distribuir la Eucaristía previamente reservada.
Diego Hernández ya ha empezado su labor en la iglesia de Villablanca. Después de cinco años de estudios de Teología y servicio pastoral, este trabajador almeriense es, desde ya, un obrero cualificado para la parroquia Jesucristo Redentor. Bajo la preeminencia del párroco Francisco Lao, Diego ya tiene las llaves: ayuda en la distribución de la Comunión, lee el Nuevo Testamento –el ministerio de la Palabra-, anuncia las intenciones y está atento a cualquier necesidad y movimiento que se precise durante la celebración.
En los pocos días que lleva como diácono permanente, Diego Hernández ya ha liderado celebraciones dominicales. No, no eran misas. Él no es un sacerdote, pero la función es cardinal para el futuro de la Iglesia. Puede bendecir a personas, lugares y objetos, administrar los sacramentos, gestionar el viático a los moribundos, organizar la ayuda de Cáritas y bautizar fuera del orden de la misa. Puede predicar, catequizar y evangelizar.
Vocación Diego se ha ordenado diácono por compromiso, por vocación, por convencimiento. Es esclavo de su fe. Una fe madurada en la familia, en el esfuerzo solidario y en la lucha rutinaria, en la crianza de sus hijos, en el amor a su esposa y en los vaivenes del trabajo del que depende su salario. Esto es, su fe ha vencido al tedio del tiempo, es agua que fluye contracorriente. Lo sabe. Lo asume.
Quizás la Iglesia deba llenarse de diáconos. De gente soltera o casada, con o sin hijos, jefes y currantes, funcionarios y autónomos. De gente dispuesta a dar su tiempo con libertad. De gente formada, construída en la filosofía y en la teología, pero, sobre todo, sostenida por la idea común del samaritano. En la Iglesia que fundó Cristo no sobra nadie. Nadie es extranjero. Todos somos inmigrantes. Todos somos de ahí al lado.
La parroquia Jesucristo Redentor es joven, dinámica y flexible. A Paco Lao, el párroco, le conocen por su capacidad para abrir las puertas y dejar pasar el oxígeno a creyentes, escépticos y ateos sin discriminar a nadie. Diego es el producto de una Iglesia que vive en comunidad. A nadie le preguntan su origen. Ni a quién vota. Ni cuál fue su último pecado. Cuando abren el portón, todos tienen cabida. La pluralidad se hace vida. Desde el padre que nunca va a misa y ahora acude asustado porque su hijo va a hacer la Comunión al adolescente temeroso de encontrarse solo en un hábitat que, ojo, empieza a abrirse en silencio, pero a abrirse.
Esta es la crónica de un tal Diego Hernández. No es una crónica cualquiera. Es la vuelta de la Iglesia al siglo primero. Que una criatura casada y con hijos que echa sus horas en Surbús, sea, hoy, un servidor ordenado podría ser una inflexión. Es, reconocía el obispo, un aviso de que la Iglesia debe actuar. A Diego no le mueve el cargo. Huye de la ostentación. No le gusta la hipocresía. No es un maestro de la ley. No está ahí por descarte. Es hijo de una evolución de pensamiento y de fe. Sabe que su trabajo es servir. Lavar los pies. Ceñirse la toalla.
Eso es Diego. Y la Iglesia necesita, como en el siglo I, más presbíteros, más curas, renovación, discernimiento, arrepentimiento, pero también más Diegos. Samaritanos, empáticos, sencillos y preparados a la vez, dispuestos a ser últimos para atender a todos, pero, más aún, a ellos: a los últimos.