La Voz de Almeria

Almería

El cigarrillo que nos hacía más hombres

Nuestros primeros cigarros infantiles servían para reforzar la identidad del grupo

Jóvenes fumando por la Carretera de Málaga a comienzos de los años setenta.

Jóvenes fumando por la Carretera de Málaga a comienzos de los años setenta.Eduardo de Vicente

Eduardo de Vicente
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En los futbolines del barrio nunca faltaba la figura de aquel adolescente que llevaba metido en la cintura del pantalón de campana ese paquete de Winston con el que presumía delante de las muchachas como si el tabaco fuera una prueba más de su masculinidad, tan evidente como el otro paquete, el que iba marcando a la altura de la bragueta.

Los niños lo mirábamos con cierta admiración porque era el que hacía los roscos perfectos: se echaba una bocanada de humo a la boca, colocaba los labios formando un círculo impecable y comenzaba a crear aquellos anillos de niebla que los demás intentábamos cazar al vuelo metiendo un dedo en su circunferencia. Por si aquella prueba de habilidad no era suficiente, aquel artista del cigarro remataba la faena con el número de tragarse el humo y expulsarlo después de haber pronunciado la frase: “El hombre que sabe fumar, echa el humo después de hablar”, y nosotros, que también queríamos ser hombres, lo practicábamos después dejándonos la garganta en el intento.

Los cigarrillos fueron el primer vicio que compartimos en esa edad tan complicada en la que caminábamos por la cuerda floja de la adolescencia cuando aún no habíamos dejado atrás los sueños de la infancia.

Nuestros primeros cigarros infantiles servían para reforzar la identidad del grupo. Lo más importante, en aquellas ceremonias, era compartir lo prohibido, sentirnos cómplices de un rito que nos alejaba de las buenas costumbres y de la autoridad de nuestros padres. Había un gesto revolucionario en nuestros dedos cada vez que nos pasábamos el cigarro y una forma de sellar nuestra amistad cuando nos colocábamos en los labios el pitillo que había pasado por la boca de otro.

Un cigarro se compartía hasta el final, se apuraba hasta que solo quedaba el último resquicio, lo que entonces llamábamos, no sé bien por qué motivo, ‘la pava’. “Déjame la pava”, decía el que quería tener el honor de rematar la ceremonia.

Entonces solían vender tabaco suelto en los estancos, en las tiendas de comestibles de barrio, en los carrillos ambulantes de las golosinas y en las salas de los juegos recreativos, donde el maestro, para ganarse unas pesetas, no tenía ningún escrúpulo a la hora de venderle a un menor de edad un cigarro. De todas formas, si no se lo vendía él lo iba a comprar en otro sitio, pues mejor que el negocio se quedara en casa, debía pensar aquel ilustre personaje que regentaba los futbolines y al que los clientes, por arte de magia, le habían asignado el título de maestro.

Fumar nos envalentonaba, nos proporcionaba una aureola interesante delante de las niñas, que al menos en mi época, eran más reacias a los vicios. El tabaco siempre dejaba huella, tanto en el alma como en las manos y en la boca, por lo que después de fumar teníamos que borrar cualquier rastro del cigarrillo lavándonos bien las manos y mascando uno de aquellos chicles de menta que fueron nuestros mejores aliados para que no nos delatara el aliento. Un día descubrimos los cigarrillos mentolados, que olían menos a nicotina y más a chicle. Eran muy célebres los de la marca Pepper y Rocío.

En aquellos tiempos se fumaba mucho Ducados y Sombra, que tenían un precio más razonable que los inalcanzables Winston y Marlboro, que eran un lujo al que solo podíamos acceder cuando fumábamos de manera colectiva. Recuerdo el tabaco Bonanza, el Lola, que se decía que era de mujer, el Bisontes, el 3 Carabelas y el Celtas Cortos, que no tenían boquilla y que eran el tabaco que más utilizaban los albañiles. Después llegó el Fortuna, que fue una revolución para los adolescentes de los años 70 gracias a los anuncios que echaban por la tele.

El tabaco rubio era el más apreciado porque era el más caro, a no ser que compraras en el mercado negro alguno de aquellos cartones que solían traer los que trabajaban en el barco de Melilla.

El que más nos gustaba a los niños de entonces era, sin duda, el tabaco rubio auténticamente americano, es decir, el que traían los marineros de los barcos de guerra que de vez en cuando aparecían por el puerto para sacarnos de la rutina diaria. Los esperábamos en el muelle cuando por la tarde llegaba la hora del paseo y los rodeábamos para pedirles tabaco o para ver si caía alguno de aquellos encendedores Zipo, que tanto prestigio tenían entre los adolescentes. Tener un encendedor plateado americano, cuando aquí todavía se usaban los de yesca, era todo un lujo del que presumíamos allá donde íbamos. El cigarrillo de los americanos nos hacía soñar con aquellos mundos lejanos de héroes y amores imposibles que tantas veces habíamos visto en el cine. Cuando un marinero nos regalaba un paquete corríamos hasta el lugar más escondido del puerto para compartirlo.

Entonces se fumaba en todas partes y a todas horas. Fumaba el médico que te miraba la garganta, el practicante que te ponía las inyecciones, el tendero que te despachaba la mortadela, el vendedor ambulante del carrillo de los caramelos que tenía los dedos de color amarillo de tanto fumar. Fumaban los maestros en la escuela, fumaban los curas en la sacristía y fumaba Matías, el del bar de la calle de la Reina, que se colgaba el cigarrillo de los labios mientras le daba una vuelta a la tapa de jibias que tenía puesta en la plancha.

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