La esquina de los ‘huevos de Paco’
La calle de Braulio Moreno empezaba junto al bar El Arco, el de los huevos de codorniz

El bar El Arco en la entrada de la calle Braulio Moreno y calle Real. En los años setenta estaba regentado por Paco Robles.
Era la esquina de los huevos de Paco, un lugar fronterizo entre la calle Real y la calle Braulino Moreno que desembocaba en el Hospital. Allí reinaban el viejo arco arquitectónico que le daba al escenario un aspecto medieval y el bar de Paco Robles, que allá por los años setenta se hizo famoso por sus incomparables huevos de codorniz.
Era un bar estrecho: cuatro paredes, una barra y tres puertas que se repartían entre la calle Real y el callejón Braulio Moreno que comunicaba el centro con la calle del Hospital. Era un negocio que Paco Robles, su propietario, fue haciendo a medida de sus amigos hasta convertirlo en un pequeño refugio donde los sábados, después de cerrar para el público, se organizaban grandes banquetes que se prolongaban hasta el anochecer.
Encima del bar 'El Arco' estaba Huéspedes Paquita, una pensión que se nutría de la clientela que llegaba de los barcos, y en la calle Braulio Moreno, la relojería de Antoñillo 'el Jorobao', que frecuentaba mucho el bar. A veces, los amigos, abusando de la confianza del pequeño relojero, lo sentaban en la barra del bar y le decían al dueño: “Paco, ponle al niño una magdalena”. Todos eran clientes del bar 'El Arco', lo mismo que las muchachas que alternaban en la cafetería Siroco, que estaba unos metros más arriba.
Como no podían salir del antro, les llevaban los bocadillos hasta la misma barra, y allí, haciendo un alto si tenían que atender a algún cliente, cenaban de cualquier manera. En la casa de arriba vivía don José María Molina, también muy conocido en el barrio porque tenía una cabeza de jíbaro reducida que se había traído de África en sus años de explorador. Era un buen parroquiano del 'El Arco', lo mismo que su mujer, doña Rosalía, que con sus uñas largas se daba mucho arte a la hora de comerse las raciones de almejas.
Paco, el dueño del bar, era uno de esos personajes que se llevaba bien con todo el mundo, y que tenía la virtud de estar siempre contento, abierto a las bromas y a la camaradería. Solía repetir con frecuencia que era el tío que más huevos tenía de toda la calle Real porque media barra la tenía ocupada con bandejas de huevos de codorniz, una de las tapas que él puso de moda. Hasta los extranjeros entraban en el bar para echarle fotos a los huevos de Paco.
El bar 'El Arco' tenía una puerta lateral con un extractor de aire que daba a la calle Braulio Moreno, que siempre estaba perfumada por el olor que salía de la plancha. Entonces, la calle Braulio Moreno era de las más transitadas del casco histórico cuando en la ciudad no existía otro centro sanitario de urgencias que el viejo Hospital Provincial, además de la humilde Casa de Socorro. En los buenos tiempos, la calle tuvo algunos negocios importantes que marcaron durante décadas la vida del lugar.
Uno de ellos fue el taller de relojería de la familia Viciana, que hasta su cierre, en 1975, fue uno de los faros que realzaban la vida comercial del barrio. Otro negocio que fue referencia en la calle fue el de la familia Barea. Además del taller de relojería de la familia Viciana y del bar de los Barea, en la calle Braulio Moreno estaba la tienda de Dolores Casas Ros, uno de aquellos establecimientos de barrio que se convirtieron en la despensa y en la esperanza de las familias que no disponían de dinero a diario para poder comer y sobrevivían llevándose el género ‘fiao’.
Por la calle Braulio Moreno pasaron artistas muy importantes de la ciudad. En el número siete vivió y tuvo su taller Antonio Robles Cabrera, pintor y escultor y en el número cinco, con entrada también por la Plaza del Emir, montó su estudio el tallista granadino Manuel Llerín, maestro de muchos jóvenes de la época.
La calle Braulio Moreno tuvo también su escuela, un centro de la sección femenina donde impartían cursos de labores y trabajos manuales para las jóvenes, y su matrona oficial, doña Encarnación Rodríguez López, que siempre tenía su puerta abierta para atender los partos, aunque fuera de madrugada.
Para los niños del barrio, la calle Braulio Moreno fue la referencia de nuestros primeros sueños eróticos, cuando íbamos por allí para ver pasar a la Gilda, una vecina que encandilaba por su espectacular belleza. En aquella mujer estaban reunidos todos los mitos eróticos de nuestra infancia y cada vez que salía a la calle y pasaba por delante nuestra, se hacía un silencio rotundo, parecido al que imponía la presencia del Obispo cuando cruzaba ante los niños en su camino desde el palacio a la Catedral.
Y es que la Gilda no sólo impresionaba por su belleza corporal, sino también por un aire místico que la envolvía en un halo misterioso de pecado original. Todos, desde los niños hasta los adolescentes más tímidos, soñábamos en voz baja con que nuestra primera vez pasara por los brazos de aquella dama inalcanzable, bella y rotunda como una diosa.