La inexplicable antropología del toro

Para aficionados de hoy y de todos los tiempos no existe nada que se parezca a la Tauromaquia

El percal sobre el albero, metáfora del encuentro del hombre y el toro.
El percal sobre el albero, metáfora del encuentro del hombre y el toro. Antonio Jesús García
Jacinto Castillo
02:28 • 23 ago. 2021

De todas las razones que impulsan a miles de personas a acudir a la Plaza de Toros, hay una que resulta difícil de entender fuera del ámbito de la Tauromaquia. Una razón que se diluye conforme se expresa y que se proyecta en complejidades semánticas. 



La respuesta al anuncio de una feria o de un cartel obedece a un rasgo antropológico que se da en varios países, entre ellos España. La supervivencia de dicho rasgo antropológico, que establece la posición del hombre y del animal dentro de un mismo sistema de valores posicionándose frente a frente, puede considerarse una especie de vestigio que se resiste a desaparecer, en discrepancia con un discurso que considera el trato al animal como un referente ético primordial. Hablar de antropología sobre la propia realidad no deja de ser arriesgado. Ser observador y objeto observado depara con frecuencia errores de apreciación. Supongamos que en la corrida del sábado en la Plaza de Toros de Almería, alguien se atreviera a abstraerse de la lidia, de las evoluciones del toro y del comportamiento del público en los tendidos y tratara de hacer un viaje imaginario en el tiempo, deteniéndose solamente en la presencia del picador, en el cuarteo del banderillero  o en la postura el matador en la suerte suprema. 



Estaría, probablemente, percibiendo la acción en el ruedo prácticamente con los mismos criterios que lo hace ahora, esperando emociones muy parecidas a las que sus antecesores en los tendidos experimentaron, sin entrar en aspectos estrictamente intrataurinos.



Supongamos -que ya es mucho suponer- que este espectador del túnel del tiempo descubriera que entre los espectadores se encuentran sus antepasados, exultantes de vida, sonrientes o con el rostro compungido por la emoción. Entregados a un debate acalorado o ufanos detrás del humo de un puro. ¿Se identificaría con esos personajes de ciencia ficción a la inversa?



Seguramente, la respuesta sería distinta para cada persona. Pero, muchas de estas impresiones redundarían en el mismo hecho: el poderoso influjo de lo que sucede de forma real e irrepetible; interpretable y sancionable desde criterios que se pierden en la noche de los tiempos.  



Para los aficionados de hace cincuenta, cien o doscientos años, no ha habido nada parecido a los toros. Ni antes ni en cada generación.  



El torero es -o aspira a ser- el oficiante de esta religión sin dioses cuyos dogmas nadie acierta a defender. El toro, por contra, encarna valores de otra dimensión. Deseables e inalcanzables a la vez.




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