La tienda de Roque Morales

La abrió en los años 30 en la calle Serafín hasta que en 1943 se trasladó a la calle Murcia

La tienda de Roque Morales en 1943, cuando se mudó a la calle Murcia. Un cuadro de la Patrona presidía el negocio.
La tienda de Roque Morales en 1943, cuando se mudó a la calle Murcia. Un cuadro de la Patrona presidía el negocio.
Eduardo de Vicente
21:01 • 31 ene. 2024

En los últimos meses de la guerra civil, cuando escaseaban los alimentos, los vecinos hacían cola de madrugada delante de la puerta de la tienda de Roque Morales para ver si podían llevarse a sus casas un cartucho de garbanzos. 



El comercio de Roque Morales estaba situado entonces en la calle Serafín, una de las callejas que ocupaban la gran manzana que iba desde la calle Granada a la calle Murcia. Era un escenario lleno de vida, pero no contentaba las ambiciones profesionales de su propietario, que al terminar la guerra, cuando más complicado parecía salir adelante, decidió cambiar y se quedó con un local en el número 41 de la calle Murcia, que en aquel tiempo era una de las arterias principales de la ciudad por estar cerca del centro y por formar parte del camino que iba hasta el badén de la Rambla y el Barrio Alto.



En 1943, el nuevo establecimiento de Roque Morales Navarro era una realidad. Fue una apuesta arriesgada, pero consiguió montar una tienda que en aquella época se convirtió en una de las más importantes de Almería. Destacaba su espléndida estantería de madera que ocupaba la pared principal del negocio de un muro a otro, con un espacio en medio en forma de puerta que comunicaba con el almacén interior. En la columna que presidía la sala destacaba un cuadro de la Virgen del Mar que parecía estar bendiciendo las tripas de morcilla, de longaniza y de chorizo que había colgadas debajo. En plena posguerra, cuando las restricciones eran el pan nuestro de cada día, tener la pared llena de embutidos era la más firme demostración de que tenía que haber algo grande en el cielo.



A la tienda de Roque Morales no le faltaba un detalle. Las estanterías estaban repletas de latas de conserva, de miel, de especias, de pastas y en el mostrador destacaba una máquina picadora de mano, un moderno peso de la marca Mobba, un molinillo de café y un surtidor de aceite cuando el aceite se despachaba a granel.



Eran los tiempos de la autarquía y de las restricciones, cuando se iba la luz por las tardes y la tienda se iluminaba con velas, cuando las madres hacían colas delante del establecimiento para llevarse la leche condensada que solo se vendía para lactantes y los papeles con harina azucarada que eran el alimento de los menores de dos años. 



La tienda de Roque Morales era mucho más que un negocio de comestibles. Siempre tuvo la ambición de abarcar un campo más amplio, de tener casi de todo, de poder ofrecerle a sus clientes desde las mejores aceitunas que llegaban al mercado a una caja de pajillas de las que se utilizaban para los refrescos o un surtido de semillas de remolacha y alfalfa para los labradores. Lo que no estaba en las estanterías se encontraba en el almacén. Llegó a convertirse en el proveedor principal de los heladeros de la ciudad. Les vendías las pajillas a doce pesetas el millar; les vendía las galletas para los chambis a trece pesetas la caja; les vendía los cucuruchos de todos los tamaños, las cucharillas y hasta la crema que le daba cuerpo a los helados. 



Roque Morales no tardó en convertirse en uno de los almacenes de referencia. Vivía mucho de los tenderos que venían de los pueblos a abastecerse. Como las camionetas solían parar entonces en el badén de la Rambla y en la Plaza de San Sebastián, se aprovechaba de aquel tránsito continuo de vida que siempre acababa pasando por la puerta de su negocio.  



El ilustre tendero de la calle Murcia acabó siendo una institución, como lo fue después su hijo, Roque Morales Pellicer, que continuó con el negocio y siguió dándole esplendor. Recuerdo, la alegría que nos daba a los niños cuando al atravesar la calle de Murcia de camino hacia el cine Monumental del Barrio Alto, nos íbamos parando en las tiendas de Roque Morales, de Antonio Hernández y de Palenzuela para disfrutar de los manjares que colocaban en sus escaparates.


En los días de Navidad, Roque Morales montaba sus particulares campañas promocionales. Hacía regalos en todas las compras superiores a mil pesetas y si la cuenta pasaba de dos mil te obsequiaba con una de aquellas muñecas ‘Mis prenditas’ que tanto gustaban a las niñas de los años setenta. 


En enero, que era el mes de la cuesta, cuando los bolsillos se quedaban tiritando después de los excesos navideños, los jueves le hacía un guiño a los niños regalando un balón en cada compra que superara las mil pesetas. La magia de Roque Morales eran aquellas promociones, sus ideas para atraer al público y el saber que en su tienda podías encontrar de todo, desde una botella de coñac de la marca Terry rebajada hasta un paquete de tres bolígrafos por diez pesetas o aquellos artículos de broma que volvían locos a los chiquillos, o los disfraces de carnaval cuando llegaba febrero.


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